Entonces agarró y me dijo pero estás loca. Pero y en dónde
se ha visto hombre. Una cosa es el crochet y muy otra a dos agujas. Una cosa es
un jaguar y otra distinta un guepardo. Habrase visto, esta manía de confundir
todo, de no percibir el detalle. Pero qué obscenidad. Una cosa es una cosa, y
otra cosa es otra cosa.
Fue tan determinante su declaración que debo confesar que me
intimidó. No sólo lo que me decía, sino su porte, su mirada, a medida que me
hablaba le crecían las pupilas y los ojos se le llenaban de líneas rojas, muy
delgaditas; lo que no estaba delgadita era la vena sobre su sien. Ah no, esa sí
que parecía una salchicha alemana. Llegué a la conclusión que si le mentía
sobre mi daltonismo incipiente, la vergüenza por su reacción desmedida más la
cólera que todavía lo embargaba harían la combinación perfecta para un cuadro
clínico, y tampoco estaba en mis planes pasarme la tarde en una guardia de
hospital con un déspota extremista. Sentaría de maravillas decir para la
ocasión “con ése que no conoce los grises”.
Yo me cuestioné por qué –siendo generalmente de pocas
palabras- tuve la excéntrica necesidad de conversar sobre la lluvia de colores
que inundaban el lienzo, tan simpático y absolutamente incomprensible. Claro
que desconocía a todo posible interlocutor y por supuesto, elegí al menos
conveniente.
Su descargo me asombró, un poco por lo inesperado y otro
poco por lo ridículo. Por un lado, es imposible imaginarse a este hombre copia
bonaerense de ogro tejiendo las mañanitas junto a la ventana esperando que la Providencia le acerque
las fuentes fundamentales de la creación plástica. Además –y en esto quiero la
absoluta sinceridad del lector- que levanten la mano todas aquellas personas
que pueden distinguir un jaguar de un guepardo. Se me ocurrió que una cosa es
un jaguar y muy otra una ferrari pero no creí oportuno el momento para mis
chistes tontos, aunque no pude evitar una sonrisa deformada, de esas que pujan
por salir a toda costa, como cuando en la época de escolar inexplicablemente
sobrevenían las tentaciones en medio del Himno y el discurso aburridísimo de la
directora.
La gente alrededor hacía de cuenta que no pasaba nada y yo
decidí hacer lo mismo. Giré un poco sobre mis talones y seguí mirando el
cuadro, así el artista se llamó a silencio, siempre observándome receloso. Me
alejé unos once pasos y contemplé; con un ojo en la obra y otro ojo de reojo
sobre él, viré mi cabeza de forma horizontal hacia un lado y hacia el otro, me puse
cabeza abajo cual péndulo humano desde el tronco hacia el piso para contemplar
todas las posibles ópticas y justo cuando empezaba a ponerse de todos colores,
sus mejillas y sus ojitos estallando como pomos de témpera aplastados por el
pie de un burro campestre, apuré el paso, tomé un canapé de pepino y me fui a ver
el río.
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