Una tarde de sol, un té de jengibre en la terraza, los ojos
cerrados y cada tanto entreabiertos para chequear la posición de las nubes, el
silencio absoluto de la siesta de feriados. La ciudad descansa un poco y le
deja a los árboles el protagonismo absoluto del sonido. Abro los ojos, me calzo
unas gafas de un color entre lila y azul y me dispongo a leer algo para
destapar las vías pensatorias, para despertarlas del sedentarismo mental. Es
tan placentero leer como flotando, las palabras se tornan livianas y nos
envuelven como serpientes.
Y mágicamente suena el timbre. Si digo mágicamente no es
porque fuerzas paranormales hayan activado el sistema eléctrico de la campana,
sino porque de la nada misma aparece un dedo que toca y activa dicho sistema
cuando no debería ser así, igual que cuando un conejo sale de una galera. Cómo
se explica este hecho a simple vista ridículo? Por qué sale ineludiblemente de
una galera, y no de un gorro ruso –mucho más amplio y acogedor para el
animalito- o de una gorra rastafari, de enormes capacidades?
Asumo definitivamente que dicha llamada es equivocada y me
quedo quieta. No sé por qué pero mis ojos van de izquierda a derecha, como si
ese alguien fuera a aparecer por algún costado o como si éstos pudieran
determinar esos segundos de espera hasta el próximo timbrazo, esta vez
acompañado de dos o tres insistencias.
La forma de tocar el timbre es directamente proporcional al
nivel de ansiedad del ejecutante, sobre todo en casos de no espera y en donde
la urgente necesidad de asistir al toilette no está en juego. En dirección
contraria, dicha forma se ajusta convenientemente a mi capricho por no abrir la
puerta. Por ende, sigo aún sin moverme de lugar.
Pero la cantata llamadora chifla una vez más. Y empiezan
dentro mío los sones de esa práctica religiosa bien conocida como culpa, casi
remordimiento. Voy a la puerta porque ya es momento de resolver esta escena
pero me seduce primero echar un vistazo por la mirilla. Qué divertido es, cada
vez que lo hago me siento en una comedia de los años cincuenta vestida con una
falda roja muy amplia, muy hollywoodense todo. Ajusto tanto el ojo que me entra
vientito por la cerradura, pero aún así deduzco que no hay nadie. Ahora quiero
corroborarlo, ahora sí quiero saber quién es, o quién era, por lo que voy hasta
la puerta de entrada mientras pienso que justo que se han ido han logrado el
cometido de que yo abra la puerta. La abro y confirmo: nadie. Sólo un volante pegado
en la puerta que reza: “SI USTED QUIERE
SALVAR SU ALMA, ABRANOS LAS PUERTAS DE SU CORAZON”.
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