En forma sucesiva y sin ningún tipo de intervalo, sin cortar
su recto rumbo cae la gota, infinita y transparente, como un haz de luz que
entra por la ventana en las mañanas de otoño. Las características de este rayo
abarcan lo sutil y romántico, bienestar que se alcanza cuando uno se ve de
color dorado. El haz de sol es silencio, la música de la gota tiene sus
particularidades. Y dado el lugar donde se origina y el lugar donde cae, se
generan las variaciones tonales y rítmicas de su sonido. También depende de la
atención prestada a la misma, que puede generar desde un minúsculo “oh la
canilla pierde” a grandilocuentes manifestaciones de la obsesión. Esta
condición mental, tan ampliamente practicada desde los orígenes de la
humanidad, también tiene sus variantes, relacionadas directa e indirectamente
con las ganas y/o necesidades y/u ocupaciones de quien la padece. Tal es así
que, volviendo a la gota que nos concierne, puede ocurrir que ésta sea un
persistente revoloteo sónico que va y vuelve en la atmósfera con pequeñas
captaciones de nuestra parte. O ser un retintinear caprichoso que nos frunce el
ceño y quizá hasta despierte algún insulto o comentario malicioso contra las
bondades de la plomería moderna. O –porque disfrutamos lo extremo– alcanzar
la gloria de un taladrar insoportable que nos lleva a abrir y cerrar la canilla
y ajustarla hasta lo impensado, como si cerráramos las compuertas de una
represa pequeñita, luego ir a la caja de herramientas, tomar uno de sus
elementos que seguramente desconocemos para qué sirve y desarmar todo el
sistema acuífero de nuestro hogar para así despertar de la escena violenta
lamentando la posterior llamada al profesional del grifo. Puede existir un
último manotazo de ahogado –frase común que para la situación cae redonda- y
volver a revisar todos los chirimbolos pertinentes, sólo para confirmar que el
único conocido es el martillo y otro parecido a un martillo, y que además todos
están fabricados para personas con manos de gigante. Tanto canilla como cuerito
como llave de paso, riéndose y escupiéndonos en la cara la nula habilidad para borrarles
el paso del tiempo. Por eso decidimos mejor cerrar los ojos, mientras el
plomero amigo viene en camino y –porque nunca es tarde- en unas vacaciones momentáneas nos
imaginamos al borde de un arroyo, oyendo la música perfecta del agua correr a
nuestro lado mientras olemos pasto mojado tirados en la piedra.
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