jueves, 20 de agosto de 2015

FRONTERA

Luego de deambular horas por el pueblo entro agotada al primer lugar que encuentro.
Me alimenta una sensación agridulce. Es gris la noche, grises las paredes del hotel y muy verdes todas las plantas que brotan del piso.
Hay muchas habitaciones. Pequeñas puertas y diminutas ventanas. Es como un gran edificio a cielo abierto con balcones de un lado y otro y en el medio y para arriba.
Mi habitación es tan estrecha que apenas entra mi valija entre las dos camitas y la puerta. No sé cuál elegir. Sobre una de ellas se recorta una ventanita con una cortina casi transparente.
Todo el que pase podría ver para adentro. Yo misma lo hice cuando fui del vestíbulo de entrada por los pasillos, unos treinta o cuarenta metros. Sin pensarlo miré a todas de reojo.
Dejo la valija y salgo a buscar el baño. Hay seis pisos para arriba y ropa tendida de las barandillas. Siento movimiento pero no veo a nadie. Hace calor y el ambiente está pringoso, con olor a barro y colonia.
El baño es una gran habitación en el medio del patio corredor, entre los dos pasillos principales. Tiene una ducha, un inodoro y un espejito redondo sobre el lavatorio.
Me limpio la cara de polvo y sudor. Hoy vi tantas otras caras caminando enloquecidas, llevando cajas y bultos y chocándose en las calles angostas. Personas bajo un sol abrasador, cargadas como burros a un lado y otro del puente más largo que pisé en mi vida. Y al final del día, sentados en grupos la cerveza corre como agua y las bromas para olvidar todo y los cigarrillos más baratos. Alrededor todo bulle, en constante movimiento: carretillas, camiones, autos, puestos de todo tipo, vender vender vender.
Vuelvo al patio con un cigarrillo y me siento bajo mi ventana.
Hay tanta vegetación que el lugar me desconcierta. Es como si hubiese sido construido sobre un monte o una selva y las plantas explotaran del suelo entre los mosaicos. Los pasillos están divididos por paredes naturales abundantes y altísimas.
A unos metros de distancia, una puerta se abre. Una pareja fuma y retoza adentro.
Apago el cigarrillo y me voy a la cama en la penumbra. Contemplo las líneas que la luz dibuja a través de la cortina y recuerdo la botella que compré esa tarde en el mercado. Le doy un buen trago y celebro su gracia reconfortante.
Afuera, puertas que abren y cierran, murmullos, pasos. Silencio. Más huéspedes. De dónde llega gente a cualquier hora? Por qué están fuera de su casa ahora, en la noche cerrada?
Yo sé que estoy volviendo pero, y los demás?
En alguna habitación, alguien llora. Son burbujas de sonido ahogadas que atraviesan las paredes. Un quejido débil, envolvente, femenino. El murmullo gutural e invasivo del hombre esconde la fragilidad del reclamo. Es un momento de discusión. Quizás unos amantes que se reencuentran furtivamente y discuten, quién sabe.
Se despierta en mí una curiosidad morbosa. Hay algo sensual en ese juego sonoro que me mantiene atenta. Mi apetito procaz los imagina pelear y luego gemir como locos en una reconciliación explosiva. Que despierten a todos los pasajeros y que no les importe nada. Que tenga que venir el conserje y que no se atreva a golpearles la puerta, ruborizado del sexo furioso y salvaje que están teniendo estos dos.
Mientras, hay llanto y discusión y luego silencio otra vez.
Es inútil que intente concentrarme en dormir, por ejemplo. Mis oídos y mi atención están afilados.
Salgo al patio a fumar. Noto que el llanto viene de un piso más arriba y es ahí donde puedo atisbar la silueta de dos personas en una ventana al fondo.
Están cara a cara pero no puedo escucharlos, se mueven por la habitación y vuelven a gesticular casi pegados. Esa cercanía tan íntima aunque sea para gritarse u odiarse significa que hay carne, o que hubo de todo también de lo bueno. No son dos desconocidos que viajan por negocios. Mueven los brazos, las manos. Un forcejeo y sucede. Las siluetas se pegan y se desdibujan. Se transforman en una sola que cambia de formas en sacudones impetuosos.
Yo fumo despacio. No puedo dejar de mirar. La masa sensual es ahora una medusa gigante de brazos que se tocan frenéticamente, arrinconados contra la pared.
Sus respiraciones son ínfimas, lejanas, sólo yo puedo oírlos acá afuera. La noche está calurosa y entre las plantas me siento en la selva, todo verde y animal y espeso.
Prendo otro cigarrillo mientras apago el anterior. Estoy ansiosa, algo borracha. Quiero verlos. Sí, claro. Quiero dejar de imaginar lo que está sucediendo y espiarlos sin que se den cuenta. Un espectáculo único y privado para mí. Verlos a través de la cortina sacudirse uno dentro del otro como bestias ciegas. Es demasiado. Tengo que hacerlo.
Subiría por una de las escaleras con discreción. Buscaría el mejor ángulo para ver, quizás la ventana, o la mirilla. En todo caso, debería apurarme antes que todo termine.
Me levanto y voy hasta el pasillo de los amantes. Ahora los escucho mejor; sus respiraciones bruscas se acercan al vacío. Me detengo muy cerca de la ventana. Sé que podrían verme pero esa sospecha me agita aún más.
La espalda que puede ser de hombre o de búfalo se sacude sobre la mujer poseída y entregada. Tiene los ojos semi abiertos y su cara muestra un placer extraño. El hombre tiene sólo su pantalón, abierto en la zona más importante. Su brazo gigante la toma bien fuerte y ya no puedo verla. El búfalo se agita cada vez más rápido. Resoplan, gruñen, la mujer lo estruja contra sí y luego el final en caída libre, la guerra terminó.
Enciendo un cigarrillo y me siento otra vez entre las palmeras. La noche está hermosa para emborracharse.



                                          Bea Nettles, 1976

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