viernes, 21 de diciembre de 2012

Una existencia pequeña


Un dedo índice presiona un botón y suena un timbre. En la espera, él y sus colegas de mano rascan una mejilla un poco seca por el frío de la tarde. El dedo aguarda, y mientras tanto, golpetea contra la pared de ladrillo a un ritmo de dos por cuatro. Luego se dirige –sin lugar a réplica- hacia la boca de su dueño y saca de entre los dos dientes superiores delanteros restos del chocolate con almendras que éste degustó hace un rato. Lamenta tener que encargarse de las penosas tareas de limpieza de las partes del cuerpo en el que le tocó vivir, sintiéndose un poco héroe y un poco víctima.
Piensa en el destino de otros índices que, como él, no tuvieron la oportunidad de elegir su dueño y, si bien reconoce que en la intimidad todos los dedos son iguales, algunos tienen más suerte que otros.
Cómo habrá sido ser ése que fue levantado en el fragor de un discurso político revolucionario, o el que sostuvo la lapicera para firmar el tratado de paz más importante de la historia? O qué sintió el dedo de Jimi Hendrix o Astor Piazolla cuando se dio cuenta que hacía magia?
El que sostuvo el pincel de Da Vinci, o rascó la sien de Darwin cuando trabajaba sus teorías, o el dedo de Vito Corleone que daba las órdenes en italiano; a ellos admira.
Mientras hurga en la oreja derecha de su propietario, imagina qué hermoso hubiese sido escarbar las arenas de Egipto en búsqueda de la tumba de Tutankamón, o al menos remover el fondo del océano buscando la dorada Atlántida.
Su existencia está signada por el aburrimiento: tocar botones, interactuar con partes del cuerpo en una rutina un tanto desagradable, alguna que otra vez acariciar partes de otros cuerpos, señalar algo que pasa, o ayudar a sus compañeros a agarrar cosas. Pero no mucho más que eso. Él observa a sus otros colegas aceptar sus tareas sin ningún tipo de rebeldía, en absoluta resignación con lo que les tocó ser.
Recuerda que despertó de su letargo una tarde, cuando esperaba que lo envuelvan en yeso por una fractura de mano que había sufrido su portador. Vio a una enfermera y el maternal dedo apoyado en sus labios carnosos inmortalizando el símbolo del silencio en una fotografía. Ya la había visto en otra ocasión, pero la quietud enloquecedora de esas semanas enyesado le había instalado la imagen y la pregunta una y otra vez: cómo trascender?
Si fuera por él, rompería con la frase “no mover un dedo” y le demostraría al mundo el poder que tendría, la capacidad de acción con la que cambiaría algunas cositas con las que está disgustado.
Sería capaz de reunir las fuerzas necesarias para cambiar su destino? Podría empujar al resto de sus compañeros, al cuerpo entero y por ende a su portador, a darle un significado importante a su vida?
Mientras cree encontrar la respuesta, el pobre dedo es apretado torpemente por una puerta de madera. Dolorido y con su extremo superior a punto de explotar, olvida sus cavilaciones y sólo grita internamente por un analgésico que le calme el suplicio y lo ayude a dormir.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Malos pensamientos


Sólo un deseo pidió Juana al soplar la velita.
Lo único que le importaba era ésa utopía, que el ciclo del universo cambiara según los pronósticos pseudo apocalípticos y que se realice la magia: que todos los allí reunidos se callaran la boca. Sí, que hagan silencio, que hablen cuando tienen que hacerlo (entiéndase opiniones sinceras, comentarios positivos o palabras de afecto o consideración), y que si en su defecto esto no ocurre, que sigan callados. Que se guarden el caudal de malicia, que se aguanten su envidia, su frustración y que en lo posible, se atraganten con ellas.
Concentró toda su energía en un soplido poderoso, de esos que derriban árboles eternos, como en los cuentos fantásticos. Juana posee, a pesar de sus veintitantos, cierta inocencia que pugna por no desvanecerse y eso le da fe: acentuando el ritual del soplo rogó el mutis general, apostando a que fuera instantáneo.
Un segundo de suspensión, la penumbra de la vela apagada, aplausos, saludos y otra vez el parloteo. No funcionó. Otro deseo perdido y por eso, aún más anhelado.
Tomó la cuchilla y la espátula, un poco decepcionada, y se dispuso a cortar el pastel. Los invitados seguían charlando, opinando sobre la vida de tal o cual, o peor, sobre la vida de la propia Juana (en su propio cumpleaños, no hay derecho, debería haber un poco de auto censura, pero no).
Mientras hundía con una siniestra suavidad la hoja filosa del cuchillo, Juana se preguntó qué pasaría si hiciera lo mismo con la campera de su prima Celeste, que desde chicas se burla de su gusto particular para vestirse.
Una sonrisa ácida se le clavó en la cara al pensar en los garabatos que le haría a la bendita campera con la puntita -sólo la puntita- del cuchillo, y ver las plumas, presas en su interior, salir desesperadas en busca de oxígeno. Luego, juntaría todas las plumitas, que son muchas, y se las pondría en la boca a su tía Felisa y a su otra tía Fabiola, ya que si por lo menos no tienen pelos en sus lenguas, tengan algo que se las suavice un poco.
Con ese cuchillito también cortaría el mantel bordado tan afanosamente por mamá Susana mientras esperaba feliz a aquél hombre que la llevó al altar, y que luego se fue a recorrer otros altares con otras mujeres; y que luego regresó y volvió a irse, unas cuantas veces, siempre en algún coche nuevo.
   -          Ah sí, qué lindo quedaría el auto de papá con toda la goma espuma de las butacas a la vista -fantaseó Juana– como si hubiese nevado adentro, una pesadilla para la aspiradora. Y el cuero todo rasgado como si una pantera hubiese bailado malambo sobre los asientos. El auto recién encerado, con olor a lavanda, tu orgullo personal, víctima de un cuchillito justiciero.
Juana terminó de servir a todos, y fue sola con su platito a sentarse a un rincón, evitando sociabilizar.
Sus amigas Laura y Lorena discutían falsos conocimientos sobre política y las teorías sobre por qué el mundo es una porquería, y tuvo el impulso de reventarles el plato de torta en la cara con la misma vehemencia con la que ellas militan en las redes sociales. Calculó la distancia y dedujo que desde ahí les llegaría un gran impacto que las desmayaría, por lo menos, pero necesitaba otro plato bien abundante para realizar una descarga simultánea.
Sin embargo, observando a su tío Armando y su tercera mujer, dobló la apuesta. Tomaría el mantel de mamá todo acuchillado y los metería a los dos, como los Hansel y Gretel del bosque del infierno, y cual deportista olímpica los revolearía lo más lejos posible, amordazados para no contaminar el aire con las comentarios castrenses de ella.
   -     Sí, vuelen y mátense sin testigos. Les regalo un pasaje en un mantel con ventilación y garantía de calidad en el arribo. Adiós, en la próxima vida si se odian sean valientes y sepárense.
Probó un bocado y el sabor dulce de las frutillas la empalagó. Le había dicho a su amiga Daniela que ya no le gustaban las tortas con frutas, pero ella hizo lo que quiso. Quizás, si agarrara la torta entera y la estrellara contra la pared, y luego tomara a Daniela y a su novio sin carácter de la nuca y los hiciera limpiar el enchastre con la lengua y la cara, juntando no sólo preparación sino también pintura, revoque y cemento, comprendería que no era lo que ella le había pedido.
Luego agarraría la cola de burro (si hubiera) y los cuernos de alce (qué buen complemento sería para un cumpleaños) y se los encarnaría a su otra amiga Julieta en la boca, sin anestesia ni preguntas previas, para evitar nuevamente su cuento de hadas con príncipe perfecto en castillo de barrio cerrado, que a esta hora debe estar siendo agitado por hordas de ebrios escuderos y plebeyas desnudas.
Juana se dio cuenta que toda su ingenuidad había quedado pegada a la espátula, que su tolerancia se había desvanecido como la llama de la velita. Sin transición, su deseo de silencio había germinado hacia otros deseos menos santos. Toda su vida estuvo escuchando, gentil, atenta, y ahora ya no tenía más ganas. Estaba agobiada.
Se dirigió hasta la mesa, se sirvió una copa llena de vino y la bebió de un trago. Miró a su alrededor, su prima le estaba hablando pero no le importó. Tomó la cuchilla nuevamente y la sostuvo, dudosa.
Observó el brillo de la hoja metálica, la firmeza de su mango de madera, la perfección de su filo. Descubrió su reflejo en el acero. Miró el mantel, los sillones, la ropa en el perchero del recibidor, la torta inmunda.
Fue hasta la cocina, abrió la canilla y con cuidado, lavó suavemente el utensilio. Lo secó hasta sacarle brillo, y despacio lo guardó en el primer cajón.
   -   Mejor quedate durmiendo acá – le dijo en voz baja acariciándolo – me estás tentando a hacer muchas travesuras.
   -   Pero sería muy divertido. No lastimaríamos a nadie, sólo un poquito a algunas cosas, se lo merecen, no te parece?- incitó la cuchilla juguetona - Sería algo nuevo para mí, siempre cortando comestibles, podría hacer un trabajo excelente, no te vas a arrepentir, probemos!
Juana cerró con fuerza el cajón. Mejor dejar de escucharla ahora, antes que la siga seduciendo, aunque quede gritando ahí adentro. Le gustaba regalar a los demás nuevas experiencias, pero quizá en este caso no era conveniente.
Volvió al comedor y se sirvió otra copa de vino. A lo mejor, había estado exagerando un poquito.



miércoles, 7 de noviembre de 2012

Soltar


Ana se levanta del sillón y se va a mirar al espejo. Mira sus rulos gitanos y su nariz importante. Se acerca a su reflejo para jugar al cíclope con ella misma, para no pestañear por un buen rato. Sabe que así se le llenarán los ojos de agua. Necesita que le ardan los lagrimales para poder activarlos, a veces el llanto no le sale naturalmente.
Hace varios días que Ana no duerme, porque piensa en él ahora más que nunca, ahora que no se lo merece para nada. También piensa en la canción de Spinetta y eso la tranquiliza un poco. Trata de cantar otra de sus canciones y se estremece al reconocer la sabiduría de un hombre tan simple. 
“Como quisiera una poesía para mí”, susurra, y eso la hace sentirse muy sola.
Cada noche descubre en su cama una acuarela borrada de momentos, en su almohada oye la arena que le corroe la piel, entre las sábanas se mezclan sus piernas y su melancolía. Y se levanta. Para qué insistir en conciliar el sueño cuando no puede reconciliarse consigo misma.
“O también quisiera volverme un velociraptor, ir donde esté, capturarlo con mis garras peligrosas y llevarlo volando hasta la cima de cualquier montaña y que no pueda bajar y que no le quede otra que estar conmigo”.  Pero sabe que, además de improbable, sería una declaración de guerra.
Cierra los ojos y se acaricia la mejilla como se la acariciaba él, con los cuatro dedos flojos y de abajo hacia arriba hasta llegar a su pelo, donde siempre se enredaban hasta despeinarla. No es lo mismo, pero se conforma con eso.
La ventana baila y Ana se apura a cerrarla. Medita sobre la diferencia de las veces que se utiliza la palabra cerrar. Cerrar un libro al terminar de leerlo y sentir que la modificó en algo; cerrarse la campera para no pasar frío mientras camina por el otoño del Parque Lezama; cerrar un frasco de mermelada de frutilla con los dedos embadurnados y contentos; cerrar la puerta y decirle adiós a él, hasta siempre a tanto amor difícil, chau, y que nos vaya muy bien, ojalá.
Cuando él se fue, ella estaba despertando. Ya los dos sabían que no querían juntos todo lo que antes querían, que estaban usando otras máscaras, que poco a poco su amor se había diluido en un mar cada vez más seco.
Lo vio sentado contra la pared, al lado de la puerta, despidiéndose en silencio de esa casa que tanto lo oyó reír. Luego se levantó, se acercó a la cama y la besó en la frente. Se abrazaron y se amaron por última vez, lo sabían, la última vez que es eso como soltar lo que no queremos que se vaya, ese globo brillante en ese parque dulce en una tarde tibia llena de flores.
Y lo dejó ir porque sabe que es mejor así, que se deslice hacia otros cielos de otros parques, siempre curioso, siempre volátil; y así él también la soltó, llevándose consigo su suavidad y su pelo de zíngara, ambos dudando pero sin pensar más.
Ana sabe que vendrán otros a quien amar, otros que tomen su cuerpo de mujer frágil y la vuelvan guerrera, bailarina, o nómade.
Soltar. Dejar ir para volver la mirada al presente. Despertarse es eso, pero Ana aún no puede dormir. Abrirá los ojos muchas veces antes de lograrlo. Será una sonámbula atenta, un búho en el monte desordenado de su cama. Y seguirá cantando canciones hasta que el cristal de sus ojos se rinda y pueda por fin, ella también, volar libre.




miércoles, 24 de octubre de 2012

Sorpresa


Esta vez sí me quedé sin palabras. Esta vez me quedé muda, con los ojos bien abiertos con un poquito de agua. Me quedé sin palabras, sin resistencia, con la boca abierta como una rana que no espera el chaparrón.
Y es que viniste con ese tu mundo, tan lleno de sonrisas y claves de sol y paquetes de galletitas dulces hasta empalagar. Y me llenaste el hueco ése que tenía vacío, que eran muchos huecos vacíos y sonaban con un eco que se iba perdiendo lejos lejos hasta que lo escuchaban del otro lado del mundo.
Yo no quería tanto. Yo no esperaba tanto. Yo no esperaba nada, pero quizás todo, sí.
Desarmaste mi mundo de guerrera indecisa con tu andar de saltimbanqui inteligente. Rompiste las barreras de sonido de mi fuerte indestructible para construir la melodía de verano que día a día nos despierta.
Con la guitarra en las manos una vez cantaste tantas cosas que ya no me acuerdo nada, sólo sé que me hipnotizaste como un encantador de serpientes y luego me miraste, me miraste tan intensamente que supe que ya podía tomarte de la mano siempre y no soltarte jamás, porque vos ya no ibas a soltarme, jamás, e ibas a tomar también mi cuerpo y enseñarme que teníamos tanto para aprender juntos.
Si tuviera que despertar una noche, elegiría siempre la misma. La que nos mostró que la sorpresa es un invento del destino para asegurarnos que nada está previsto, que todo es variable, viable, visible, vivible.
Y te guardaría en el bolsillo de mi sobretodo, ése azul que tanto te gusta, para que me digas todo lo que quiero oír en el momento del día que yo lo desee, pero también para tenerte cerca en el momento del día que más lo necesito, y así oler tu perfume o rozar tu piel de azúcar o mirar tus manos cómplices tocar las mías. 
Igual que esa primera vez que hoy sigue siendo primera porque con vos todo es nuevo, todo brilla, todo es presente.
Es ahora, no antes, no después, es sabor, es sumar, es siempre sí.



lunes, 24 de septiembre de 2012

El que fue



Recuerdo que te vestiste de violeta, te pusiste un panamá que no combinaba para nada y me dijiste vamos.
Me agarraste de la mano para levantarme, y aprovechaste el empujón para abrazarme fuerte. Vos siempre abrazaste fuerte. Por lo menos a las personas que te importaban. Yo me daba cuenta porque cuando envolvías a otros con tus brazos de canguro pacifista cerrabas los ojos, querías atravesar con el cuerpo al otro para sentir la plena unión fraterna, su energía. Yo siempre pienso en esa primera vez que te vi; eras como un gurú cubierto de plumas y flores, salido de una comedia sesentosa. Pero siempre fuiste serio, intenso, comprometido hasta con los pasos que dabas.
Esa tarde estabas asqueado de todo, cansado de sentirte como en un muelle sin agua y sin horizonte. Tenías ganas de darle un sopetón bien violento al timón de tu vida y dejaste todo así, a medio hacer, o sin hacer, o casi terminado. Nada te convencía, nada te provocaba. Esta vez ni siquiera tenías ganas de avistar ovnis en la Costanera Norte, si bien te insistí porque siempre fue divertido y nos despejaba de lo que pasaba en este planeta.
- Cualquiera puede ser consejero, consultor, concejal, conserje, cónsul, contador, consolador, conquistador. Yo no soy nada. Es todo tan aburrido. Sólo sería conquistador, pero de qué? Ya pasó de moda, y a pesar de eso seguro sería odiado. No ves que ni siquiera las conjeturas tienen sentido? Me desarmo y soy agua. Me derrito pero soy piedra. Sangre de mi sangre que se esparce y desaparece. No podría soportarlo, vivir bajo el repudio de la gran humanidad, vestida de sedas y fibras sintéticas antirrobo. Señalado, apuntado por el gran dedo del tedio humano. Reprendido, castigado por hordas de impunes elegantes que me golpearían con sus cargadas billeteras de cuero. Acuchillado por cartones crediticios, sepultado bajo grandes masas de facturas impagas, olvidado y reducido a fantasmita plebeyo, a lumpen poético, a ex empleado desagradecido.
Me encantaban tus monólogos tragicómicos. Y vos frente al espejo, el halo de la verdad que te rodeaba, eras una voz cierta. Pero a veces te sentías nada. Y eras tanto.
Salimos y tomamos el 29 hasta el final del recorrido, y luego nos subimos a otro, y viajamos por horas. No dijiste ni una palabra. Al llegar la noche nos bajamos en Pacífico y fuimos a una pizzería.
- Una cebolla es. Un tenedor es. Una servilleta es. Punto. Cada cual a lo que le fue dado. Pero uno también es, y no hay punto. No alcanza. La frase siempre queda con puntos suspensivos. La necia necesidad de la respuesta.
Dijiste eso y los dos terminamos de comer en silencio. Yo no pude contestarte, a mí también me pasaba lo mismo a veces. Buscar el punto. Buscar la palabra que termine la oración, que defina un concepto. Para qué, nunca lo supimos.
- Pero como dijo mi sabia abuela, mañana será otro día – me dijiste sacándote el aceite de las manos con una servilleta de papel – y lo único que nos queda es el amor. Así. Porto frases hechas en la cabeza como quien lleva de todo en la cartera. Recaeré nuevamente en los placeres mundanos, golpearé la puerta de aquel adonis que quiera marcar mi piel para hacerme sentir otra vez sosegado, sociable, sostenido, soberbio, sordo, soberano, socio de esta burda existencia de guillotina.
Me estrechaste fuerte otra vez y me miraste. Al otro día nada cambió; vos volviste a tu odiado trabajo y a tu adorada lucha por la libertad, a querer ser por sobre todo. Pero cuando años más tarde hablamos de esa noche, me dijiste que se te habían vencido las ideas, que había algo de vos que ya no creía. El terrorista amoroso que llevabas dentro había languidecido. Yo lloré. Te discutí, te odié un momento y luego traté de comprenderte, aunque no pude hacerlo del todo. Eras mi altarcito pagano, mi brújula mareada, el poeta liberto.
Recuerdo que reíste de mi romanticismo cursi, y me abrazaste como siempre pero ahora como un hombre que era otro, y luego me invitaste a la Costanera a ver los aviones.



martes, 4 de septiembre de 2012

Esencia


Es un momento de suspensión,
como si el tiempo deja de ser tiempo y no hay nada,
sólo es ahora y transcurrir y claridad.
Y ya no hay nada para controlar porque amanecemos
y la vida nos hace sentir que estamos vivos,
que desesperada corre la sangre por nuestras venas
haciéndonos vibrar y reír y soñar despiertos cuando creíamos que
todo había quedado enterrado en lo más profundo de los abismos.
Y se nos revela esa sensación como una flor que abre,
la que se siente cuando notamos que nuestro corazón va a estallar,
cuando nuestra mente vive en la abstracción absoluta y es también
un remolino de pensamientos, es la caja de Pandora de los sentimientos
que nos toma por sorpresa y nos pega una feliz cachetada.
Es lo que habita en lo más profundo de nuestra alma,
hiberna tan solemne que creemos que ya no existe más,
y de repente como una flecha que nos atraviesa en lo más recóndito
aparece como un volcán de lava que no para de manar
por todos los lados de nuestro cuerpo
y nos inunda, nos embarga, nos posee, nos alimenta.
A la velocidad de la luz viajamos a través de nosotros mismos, 
preguntando, dudando, deseando alocadamente 
que ese calor toque nuestras manos, pidiendo a gritos ofrendarnos a 
un ritual sacrílego donde no hay testigos, sólo protagonistas.
Y mareados continuamos nuestros pasos, viviendo esa dulce incertidumbre
de bailar sobre la arena caliente que tanto añoramos y que creíamos perdida,
tratando de no perder la razón para perderla en el momento justo para siempre,
y aceptar que esa razón no es nada si no podemos decir lo que somos,
si no podemos sentirnos animales y gritar desaforados
y salir a jugar como niños otra vez bajo la lluvia para limpiarnos de todo mal
y ensañarnos de amor con nuestros cuerpos
y sufrirnos y padecernos y amarnos de tal forma que ya no haya vuelta atrás.
Hasta que todo pierda el sentido para poder darle un sentido diferente,
esa diferencia que nace de la pasión viva,
estado de embriaguez natural dueña de nuestras acciones
y que nos ilumina la vida
como un faro en el medio del inmenso y desnudo océano.



miércoles, 8 de agosto de 2012

Clics modernos


- Estoy con ataque de libertina hoy, así que no me importa nada de nada.
La charla era telefónica, por lo cual la veracidad del planteo no podía ser comprobada. Mi amiga Bere es una apasionada momentánea. Tiene arranques de telenovela venezolana, pero esos arranques duran menos que la tanda publicitaria.
- No me importa ni lo que diga la gente, ni lo que diga mi familia, ni lo que diga yo misma, así que hoy desenfreno, libertad total de acción. Voy a comer todo lo que se me antoje, voy a llamar a todo el que se me de la gana –me atienda o no- , si quiero me emborracho, pinto la pared con aerosol, y me rapo el pelo a cero.
- Quizá eso no sea tan aconsejable; de lo único que no te podés arrepentir es de raparte. Por lo menos tres meses hasta que dejes de parecer un clon de Sinnead O’Connor.
- Pero vos de qué lado estás? Igual no me importa lo que digas, te repito, voy a hacer lo que quiera. Hoy no voy a usar la cabeza. Hoy –y ojalá me dure- no me importa el papelón. Por eso voy a hacer todas esas llamadas que no hice porque me quedé con la duda. Ahora por lo menos van a tener un argumento por el cual no me llamaron más, capito?
- Está bien Don Corleone. Me alegra saber que si en algún momento te cruzás con alguno de los infelices que vas a llamar más tarde, vas a pasar por al lado con orgullo.
Aquí fue donde pensé en mi deber como amiga. Debo empujarla al ridículo? A las acciones que vienen engrampadas con la frase posterior “ojalá me trague una planta carnívora”? Tengo que prevenirla sobre su inconsciencia infernal? O simplemente la dejo y que haga lo que quiera, contá conmigo, etcétera? Después de todo, no me está pidiendo consejos. Libertad total de acción.
- Tengo un vestido dorado muy ochentas, de esos medio arrugados. Vos podrías usar el enterito de lunares flúo y salimos a tomar unos tragos, esa es una buena opción.
De qué me sirvió la reflexión anterior? No sólo la estoy empujando, sino que le estoy regalando un motor de Scania doble cabina conmigo adentro.
- Y luego hacemos todas las llamadas a cualquier hora, como anónimos. Y cantamos alguna de Valeria Lynch o los Enanitos Verdes, y les rompemos bien las bolas a todos. Y después podemos ir con los aerosoles y pintarles los autos tan aburridos que tienen, sobre todo a ese trío que no voy a mencionar.
Qué me pasa? De repente amo el vandalismo?
- No, lo de los autos no, es un poco fuerte – dije un tanto avergonzada de tanta sinceridad inútil.
- Me estás dando un poco de miedo – dijo Bere.
- Bueno, quedémonos hasta lo de las llamadas, por ahí en vez de Valeria Lynch puede ser otra cosa, no sé. Alguna de mariachis?
- Me parece que mejor me voy a quedar acá pensando; con lo que dijiste me doy cuenta que no me sirve de nada la venganza. Aparte el alcohol me hace muy mal, vos sabés. Me hago un baño de crema, miro una película, así me tranquilizo. Si cambio de opinión te llamo.
Tanto pensar en cómo debía aconsejarla y terminé descarrilada en la autopista de mi propio libertinaje. Pero la emoción de Bere fue más corta que la propaganda y no alcancé ni a ver los títulos. Sólo fui hasta el ropero, me puse el vestido dorado y confirmé que el ridículo es mejor cuando se hace de a dos.

viernes, 27 de julio de 2012

Un poco de amor


Hoy no quiero nada. Sólo hablar, pero jugar no. Podría haber jugado la otra tarde, cuando vimos esos conejos. O el domingo, que nos ganó la fiaca. Pero ahora no. Hay veces que me gustaría jugarte al luchador de catch. Agarrarte de las piernas y pegarte un revoleo bárbaro. Como cuando interpretás al Gran Maestro y de repente sos una enciclopedia parlante. O cuando te ponés colorado y querés no reírte pero no te sale, porque sos transparente como la miel. Pero hoy es distinto.
Ayer tomé el títere de la repisa. Le faltaba un ojo y lo quise más. No era perfecto, era más como nosotros. Lo hice hablar un poquito pero estaba cansado. Así que fui hasta el costurero, revisé entre la marejada de botones y encontré uno verde. Se lo cosí. Le estaba solucionando la visión, aunque un ojo era muy diferente al otro. Fue a propósito, no quería que todo le sea tan fácil. Lo apoyé sobre la mesa y nos quedamos mirándonos. Yo le pregunté cómo me veía ahora, con su nuevo ojito. Si todo era igual, o si percibía distinto. Estaba serio y no me contestó. Así que lo llevé de vuelta a la repisa y que haga lo que quiera. Puedo vivir sin su opinión. Entonces quise hacerme un té, pero la planta de menta no estaba preparada para desprenderse. Tomé tres o cuatro hojitas y chillaron muy, muy despacito. No pude cortarlas, me daba culpa. Así que apagué el fuego y me fui a dormir pensando en vos. Y en tus manos como de espuma de mar. Te vi en el sueño patinando arriba de un elefante, creo que estábamos en Turquía. Dabas vueltas en la arena y te llenaban de premios por eso. Yo tenía una túnica estampada de sandías y te aplaudía como un robot de película ochentosa. Y cuando abrí los ojos te vi sentado en el borde de la cama, pensando.
Me hice la dormida para vigilarte un poquito. Recordé esa tarde. Qué hermosa nuestra vida juntos, me dijiste, y me besaste. Y todo el cuerpo se me volvió de vainilla y caramelo. Ahora quiero tanto. Te pienso y me sonríe la piel. Ahora sí juguemos. Si querés yo soy tu títere y me cambiás los ojos. Pero sólo los ojos, lo demás está bien. O jugamos a la planta y yo me quejo bajito porque no me arrancás nada y te vas. Pero luego tenés que volver, si no no vale. Y así sí nos revolcamos en el pasto y festejamos la lucha libre.




lunes, 2 de julio de 2012

Salón de belleza


- Si hay algo que quisiera tener, algo con lo que me gustaría haber nacido, son los pelos bien enrulados, tener un peinado estilo afro, vaporoso, casi casi un nido de carancho.
Hubo un momento donde todo se detuvo, como esos segundos previos a la gran catástrofe de las películas de acción donde las cosas ocurren en cámara lenta y sin sonido. Todo fue quietud, los secadores se callaron, las manos se quedaron quietas, las tijeras pararon su poda. Yo miré a través del espejo hacia todos lados y puedo afirmar que todas, absolutamente todas, me estaban mirando con cara de esa misma catástrofe.
En esa secuencia confirmé mi poca eficacia para entablar conversaciones de peluquería y lo distante que estaba de los gustos capilares femeninos.
Lo que siguió después fue un parloterío digno de la más variada jaula de zoológico y una lluvia de opiniones y consejos. Que estás totalmente loca, qué los rulos no van, con la humedad en la que vivimos sería imposible ponerte una hebilla, que no tenés sentido de la moda, entre otras cuestiones que aunque no me importasen no dejaban de ser crueles.
En esta época donde se libra una guerra total y abierta al rulo, donde la potencia lacia quiere ganar cabezas aplastando la naturaleza del pelo como ha nacido, qué puedo pedir?
Se me acerca una joven con un turbante en la cabeza y me indica mostrándome una foto de una Cleopatra moderna:
-        Ves? El pelo siempre tendría que estar así, es un horror que se te ondule! Si no parecés un perro caniche!
-        Bueno, pero a juzgar por esta foto la otra opción es ser un perro afgano!
Me miró unos segundos con odio mal disimulado, aunque creo que no entendió lo que le dije, se dio la vuelta con la frente en alto y se fue taconeando hasta su sillón.
-        Estás muy equivocada –saltó una desde el fondo- sabés lo tremendo que es no poder dominar el pelo? Que quieras peinarte linda y no puedas porque el cepillo no te hace efecto? Mirarte al espejo y ver que tu pelo es cualquier cosa y que hace lo que quiere? O que te digan cachavacha en la escuela o el trabajo? No entendés nada!
Estaba al borde de la histeria, roja por la tintura y por la bronca.
-        Lo que no entiendo es por qué no aceptan el pelo como les salió! En vez de estar haciéndose cosas todo el tiempo y vivir obsesionadas con algo que NO tienen ni van a tener NUNCA!
Ouch. Ahora sí estaba completamente fuera de lugar. Hasta mi peluquera con su mirada me retó por sediciosa pro-bucle, por incitar al rompimiento de las normas lacias. Menos mal que ya había terminado su trabajo, las consecuencias podrían haber sido no menos que desastrosas.
Y ahora eran esos segundos posteriores a la catástrofe, donde uno actúa como flotando, sin escuchar y casi sin ver lo que ocurre alrededor, la pantomima de gestos y brazos por los aires, el peligro de ser atacada por algún frasco volador, el pagar rápido y huir para evitar más problemas.
Al irme, pensé en la frase común “no te hagas los rulos”, usado tanto para decirle a alguien que no se ilusione. Y comprendí que muy en el fondo, bien bien atrás en la bolsa de ruleros, el ideal del pelo lacio es el reflejo de una esperanza, un deseo escondido que tenemos las mujeres y por el cual haríamos cualquier cosa –literalmente cualquier cosa- por mantener vivo.



miércoles, 20 de junio de 2012

Un muchacho y un sítar


Toqué el timbre dos veces y esperé. Fui a verlo esa tarde porque algo me olía extraño. Esos avisos fantasmas que aparecen desde el inconsciente para dar cuenta de alguna cuestión que no encaja, algo que no hace ruido cuando debería sonar, un revolotear constante de una sensación interna inexplicable. Cuando lo vi, supe que era él. Estaba pálido y su casa también.
- Se fue. Se fue como se va el verano, así sin aviso, y te agarra el frío de improviso y vos no sabés donde dejaste los puloveres, porque los había guardado ella, claro – y sonrió para sí con lástima.
Siempre fue medio poeta, escucharlo era disfrutar cada palabra que salía de su boca como caramelos, aún las cosas tristes.
- Quiero emborracharme hasta no saber más de donde vengo.
Un poco ya había empezado, a decir por los restos de botellas desparramadas por ahí que nos miraban vacías.
- Sí, quiero perder el conocimiento de todo, hasta de mi nombre, pero más de su olor, su risa de reina tercermundista, su forma de bailar tan fuera de ritmo, todo, toda ella, quiero perderla de mi memoria para siempre.
Miró por la ventana y soltó una lágrima que yo percibí porque justo le había dado el reflejo de la luz en la cara, pero hice de cuenta que no me di cuenta.
Verlo así me dejaba muda. Yo creía como una visión general del género masculino que los hombres no sufrían tanto por amor. Siempre enjugué ríos de ojos mujeres y abracé cuerpos de sirenas abandonados por piratas inescrupulosos, tiranos del corazón inconmovibles al amor, ludópatas de sentimientos ajenos que jamás apostaron por el otro. Pero este caso había roto con todos mis preconceptos. Había un dolor, había dos manos que hoy no tenían ese cabello para acariciar, ni ese cuerpo para cubrir con su cuerpo.
- Lo último que hice fue cantarle una canción. La escribí sólo para ella. Me dijo que fue lo más cursi que escuchó en su vida y se fue dando un portazo. Tan fuerte que se cayeron los cuadritos imitación Quinquela.
Tomó el sítar, se sentó en el suelo y comenzó a tocarlo. Luego cantó:

Dulce intriga
Hoy repaso la vida
Azules y violetas
Bajo la luna amiga
Te desvistes de sedas
Acomodas tus ideas
Y luego callas.

Y él también calló. Todo él era niño, hamacándose sólo en una plaza vacía y con los pantalones agujereados. Los ojos me nadaban.
- Nunca pensé que podías llegar a verme en este estado.
Eso era cierto; él siempre fue el rey de las situaciones y regalaba sonrisas a cualquiera que se le cruzara, incluso a los policías, cosa que yo admiraba profundamente.
- Te vi en estados más ridículos, pero estoy segura que ni te acordás. Igual creo que estamos a mano, yo también protagonicé escenas patéticas y vos fuiste mi gran espectador.
Eso le sacó una sonrisa. Me senté al lado de él y lo abracé. Sellamos un pacto de riguroso secreto y juntos cantamos “Viernes 3 A.M.” tomando vino del pico de la botella. Nos sacamos una instantánea mental para reírnos en unos años de semejante cuadro de sufrimiento.
Al despedirnos en la puerta, medio borrachos los dos, me dijo que se iría a la India. Allí podría olvidar y renacer. Y sería un mercader de especias, sólo para cambiar de hábito y ocupar su tiempo en un oficio desconocido. Lo besé fuerte y mientras me iba le recordé:
- A la vuelta traeme sahumerios.



lunes, 4 de junio de 2012

La Sra. Topa


La Sra. Topa me había invitado a almorzar porque necesitaba dirimir ciertas cuestiones domésticas que la estaban atormentando. Siempre había sido una excelente organizadora de reuniones sociales pero en los últimos tiempos había perdido un poco de concurrencia, a pesar de su carácter tan amable. Era de esas personas que embelesan con su simpatía; se vestía muy elegante aunque sea para salir de compras y usaba unos anteojos que le dejaban los ojos como dos castañas.
Me recibió muy alegremente y me ubicó en la mesa enseguida. Yo ya conocía su casa por haber asistido alguna vez a sus picnics de primavera pero sentarme a su mesa me inquietó sobremanera; los manteles lucían espeluznantes y tenía miedo de atragantarme con alguna arveja si me detenía a mirarlos demasiado. Ella era una total anfitriona y cocinaba muy sabroso, pero era absolutamente ignorante de esta cuestión fundamental.
Recuerdo que lo que más me había impresionado era el tiempo que se había tomado para preparar el postre; era en una gran copa que había heredado de una tía abuela, de hecho el postre se llamaba “Narcisa” en honor a ella que había iniciado la tradición familiar. Eran tres perfectas esferas de crema helada, nadando en un colchón de cerezas y salsa de chocolate, obleas por los costados y tres cerezas más arriba coronando la obra de arte repostera.
Yo había comido poco en parte porque el mantel me intimidaba y en parte porque sabía que me iba a estar esperando en la heladera esa escultural pieza dulce que parecía una barca navegando los mares hacia paladares desconocidos.
Entonces fue a buscarlo y lo dejó frente a mí. Me había dado la cuchara perfecta con el tamaño adecuado para cazar la porción ideal de cada ingrediente y sublimar la sobremesa para siempre.
Qué hermoso ritual pagano, tomar la cuchara despacio, hincarla en la bocha de helado mientras todo el resto se desploma y con los ojos cerrados llevar el bocado hacia la boca ansiosa para menear la cabeza de un lado a otro y no poder decir otra cosa más que la letra eme mil veces.
Ella me escrutaba; era segura pero quería obtener una opinión inequívoca y brutal. Yo dudé; en esos instantes me debatí sobre el deber de la honestidad y el poder del azúcar. Le diría que me llevaría un tiempo deducir el porqué de sus fracasos, con tres o cuatro almuerzos más y con sus correspondientes postres de por medio.
- En mi paladar la gloria y en mis ojos el mismísimo infierno.
Vencí la gula y traté de ser sutil diciendo poéticamente lo que ya había pensado cuando todavía estaba tomando la sopa. Ella me miró entrecerrando los ojos.
- Que los manteles son terroríficos. Literalmente dan miedo. Así no hay comensal que resista.
Cruda verdad.  De otra forma nunca iba a tener almuerzos o reuniones sociales exitosas como ella pretendía. No tenía sentido de la estética para algunas cosas muy obvias.
Extrañada, agarró la tela hasta llevarla casi hacia sus narices, la miró bien, y se tapó la boca asustada. Era la primera vez que los veía realmente, se levantó y empezó a caminar de un lado al otro exclamando indignada contra sí misma. Fue un berrinche digno de filmarse, pero yo no podía dividir mi atención entre ella y el postre, no quería bajo ningún concepto que se derritiese, así que seguí comiendo, feliz por dentro.
Sacó de un aparador dos copitas y sirvió licor. Se lo tomó como si fuera una medicina espantosa y con dificultad para su orgullo, me habló.
- Jamás desearía que la gente vea esto cuando está comiendo, es una total catástrofe.
Me pidió discreción al respecto si bien sobraba agregar que todo el vecindario había visto lo que ya ni queremos nombrar. Le sugerí que invente una festividad con un gran almuerzo al aire libre para los vecinos, con una temática ecológica y absolutamente informal, donde todo se comería con las manos y las mesas fueran de madera descubierta. Entonces podría redimirse como la genial ama de casa que siempre quiso ser.
Cuando me fui de su casa esa tarde, deseé oscuramente que en sus baños cuelguen toallas inexplicables o alguna otra imperfección indeseable, para que vuelva a agasajarme únicamente a mí con el mejor postre que comí en mi vida.

miércoles, 30 de mayo de 2012

Alcanzando qué


En un gran cartel la promesa: “Las grandes obras de la pintura universal ahora al alcance de todos”.
Inevitablemente pienso en la frase “al alcance de todos” y es instantánea la imagen de hordas y hordas de personas estirando los bracitos bien arriba, tratando de conseguir lo que le dicen que ahora está justamente ahí, tan cerquita. Esa inmediatez se incrementa muchísimo con el agregado de la palabra “ahora”, por lo que intrínsecamente uno lo quiere ya, ahorita mismo, no mañana ni la semana que viene, que al ritmo que vamos faltan siglos. Entonces las hordas y hordas todavía estiran más y más los bracitos, con los deditos largos bien largos. Y todos se miran entre sí y sonríen ansiosos aunque estén amontonados y apretujados; situación similar a la que ocurre en la entrada o salida del subterráneo a hora de tumultos, pero que carece ésta de las sonrisas en las caras o de los gestos de cuando uno la está pasando realmente muy bien.
En la práctica este cuadro sería realmente imposible,  ya que una vez ubicadas las personas en postura de obtener, cómo llegar al próximo paso, al hecho concreto de la unión mano-fascículo? Tendrían que misteriosamente aparecer éstos desde algún lugar, quizás el espacio infinito. Podría desatarse una lluvia de ejemplares que caería sobre las cabezas de los solicitantes, como si otras hordas de seres humanos las arrojaran desde un zepelín gigante. O que una mano descomunal  –sin cuerpo, sólo una mano- apareciera flotando y entregara a esas otras manos, sedientas de lo que les corresponde, las benditas revistas.
Lo que queda claro es que éstas tienen que ser sí o sí las mismas para cada uno, ya que en casos de muchedumbre la diversidad puede traer aparejada caprichos de calibres varios, o empujones porque uno quiere el número tres y por qué usted tiene ése y a mí me dieron éste que tiene dos páginas menos, entre otra clase de pretensiones innecesarias pero que complicarían la posterior evacuación en términos pacíficos.
Una vez obtenido lo prometido, lo que sigue son los rostros felices, al fin disfrutando eso que antes no estaba disponible pero que ahora sí, y de una manera tan simpática, tan novedosa! Y luego, todos volverían satisfechos, hasta se dirían adiós agitando las revistitas con la mano mientras la Mona Lisa les sonríe a cada uno y se espera con ganas otro llamado de la voz que regala.

Las ganas de trabajar


Ustedes saben que por más que no tenga nada para decir, por algo estoy ocupando este lugar, así que ya saben lo que tienen que hacer -concluyó.
Completamente antipático. Todos nos miramos; la mesa era redonda así que no había lugar para miradas escapatorias. Si la mesa hubiera sido rectangular y larga, quizás mirar de reojo podría tener más efecto, pero para el caso era lo mismo. Más que mirar, había que pensar. Pensar, trabajar y definir. Verbos muy intensos y que no deberían juntarse hasta después del almuerzo, momento del día en el que ya no tenemos otra opción que pensar, trabajar y definir.
Hilando fino sobre esta cuestión, no sería del todo alocado pautar horas determinadas del día para hacer dichas tareas con mayor efectividad. A saber, cuando uno recién despierta es el momento de la lucidez total, las mejores ideas sobrevienen por la mañana, cuando uno está fresco y el mentol del dentífrico todavía no enjuagó la inspiración. Por una cuestión lógica, el segundo tramo del día debería ocuparse con la acción del trabajo, donde uno expone todas las posibilidades y expone su cuerpo –para abarcar todos los oficios y profesiones posibles- a la realización de la tarea encomendada por uno mismo o, en la mayoría de los casos, por terceros, muchas veces en forma de tirano de siete cabezas y cuerpo de monstruo/belcebú/cerdo capitalista. De manera inevitable se llega entonces a la tercera fase, coincidente con la fase final del día que es también coincidente con el cansancio y las ganas y/o necesidad del ocio, a esto se aplica el verbo definir. Definir lo expuesto para darle curso y llegar a los resultados, que es adonde hay que llegar si uno quiere ser alguien en la vida o en el peor de los casos, algo, o en el inútil de los casos, lo que sea.
Volviendo a las intimidades jefes-subalternos, sería una invención muy productiva un adminículo receptor de frases inútiles que pueda captarlas y silenciarlas para evitar ya sea el debate inútil ya la dispersión de las demás personas hacia temas incongruentes o de difícil puesta en práctica.
De todas maneras, hay que admitir que los sectores empresariales no son muy duchos a la hora de crear y desarrollar estrategias para mantener a sus trabajadores contentos. Por qué no implementar un día de ocio para cada empleado cada diez días hábiles; el empleado puede elegir el día que se le antoje y sentir que tiene la libertad de hacer lo que se le da la regalada gana cuando en realidad tendría que estar trabajando, lo que le infundiría una mayor satisfacción tener que asistir a su labor los restantes nueve días. Vivir con desenfreno una jornada laboral que no es tal, tener un día rebelde donde cualquier cosa que hagamos tiene regocijo doble porque sabemos que nuestros congéneres están marcando su día a través de un reloj y nosotros estamos afuera de la jaula bailando el vals del relajado. Por supuesto siempre –siempre- con el deseo constante de incrementar la productividad y hacer crecer la siempre bien ponderada industria del trabajo. Otra buena frase para el receptor de oraciones inútiles.


viernes, 4 de mayo de 2012

The artist


Entonces agarró y me dijo pero estás loca. Pero y en dónde se ha visto hombre. Una cosa es el crochet y muy otra a dos agujas. Una cosa es un jaguar y otra distinta un guepardo. Habrase visto, esta manía de confundir todo, de no percibir el detalle. Pero qué obscenidad. Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa.
Fue tan determinante su declaración que debo confesar que me intimidó. No sólo lo que me decía, sino su porte, su mirada, a medida que me hablaba le crecían las pupilas y los ojos se le llenaban de líneas rojas, muy delgaditas; lo que no estaba delgadita era la vena sobre su sien. Ah no, esa sí que parecía una salchicha alemana. Llegué a la conclusión que si le mentía sobre mi daltonismo incipiente, la vergüenza por su reacción desmedida más la cólera que todavía lo embargaba harían la combinación perfecta para un cuadro clínico, y tampoco estaba en mis planes pasarme la tarde en una guardia de hospital con un déspota extremista. Sentaría de maravillas decir para la ocasión “con ése que no conoce los grises”.
Yo me cuestioné por qué –siendo generalmente de pocas palabras- tuve la excéntrica necesidad de conversar sobre la lluvia de colores que inundaban el lienzo, tan simpático y absolutamente incomprensible. Claro que desconocía a todo posible interlocutor y por supuesto, elegí al menos conveniente.
Su descargo me asombró, un poco por lo inesperado y otro poco por lo ridículo. Por un lado, es imposible imaginarse a este hombre copia bonaerense de ogro tejiendo las mañanitas junto a la ventana esperando que la Providencia le acerque las fuentes fundamentales de la creación plástica. Además –y en esto quiero la absoluta sinceridad del lector- que levanten la mano todas aquellas personas que pueden distinguir un jaguar de un guepardo. Se me ocurrió que una cosa es un jaguar y muy otra una ferrari pero no creí oportuno el momento para mis chistes tontos, aunque no pude evitar una sonrisa deformada, de esas que pujan por salir a toda costa, como cuando en la época de escolar inexplicablemente sobrevenían las tentaciones en medio del Himno y el discurso aburridísimo de la directora.
La gente alrededor hacía de cuenta que no pasaba nada y yo decidí hacer lo mismo. Giré un poco sobre mis talones y seguí mirando el cuadro, así el artista se llamó a silencio, siempre observándome receloso. Me alejé unos once pasos y contemplé; con un ojo en la obra y otro ojo de reojo sobre él, viré mi cabeza de forma horizontal hacia un lado y hacia el otro, me puse cabeza abajo cual péndulo humano desde el tronco hacia el piso para contemplar todas las posibles ópticas y justo cuando empezaba a ponerse de todos colores, sus mejillas y sus ojitos estallando como pomos de témpera aplastados por el pie de un burro campestre, apuré el paso, tomé un canapé de pepino y me fui a ver el río.

martes, 10 de abril de 2012

Quién es


Una tarde de sol, un té de jengibre en la terraza, los ojos cerrados y cada tanto entreabiertos para chequear la posición de las nubes, el silencio absoluto de la siesta de feriados. La ciudad descansa un poco y le deja a los árboles el protagonismo absoluto del sonido. Abro los ojos, me calzo unas gafas de un color entre lila y azul y me dispongo a leer algo para destapar las vías pensatorias, para despertarlas del sedentarismo mental. Es tan placentero leer como flotando, las palabras se tornan livianas y nos envuelven como serpientes.
Y mágicamente suena el timbre. Si digo mágicamente no es porque fuerzas paranormales hayan activado el sistema eléctrico de la campana, sino porque de la nada misma aparece un dedo que toca y activa dicho sistema cuando no debería ser así, igual que cuando un conejo sale de una galera. Cómo se explica este hecho a simple vista ridículo? Por qué sale ineludiblemente de una galera, y no de un gorro ruso –mucho más amplio y acogedor para el animalito- o de una gorra rastafari, de enormes capacidades?
Asumo definitivamente que dicha llamada es equivocada y me quedo quieta. No sé por qué pero mis ojos van de izquierda a derecha, como si ese alguien fuera a aparecer por algún costado o como si éstos pudieran determinar esos segundos de espera hasta el próximo timbrazo, esta vez acompañado de dos o tres insistencias.
La forma de tocar el timbre es directamente proporcional al nivel de ansiedad del ejecutante, sobre todo en casos de no espera y en donde la urgente necesidad de asistir al toilette no está en juego. En dirección contraria, dicha forma se ajusta convenientemente a mi capricho por no abrir la puerta. Por ende, sigo aún sin moverme de lugar.
Pero la cantata llamadora chifla una vez más. Y empiezan dentro mío los sones de esa práctica religiosa bien conocida como culpa, casi remordimiento. Voy a la puerta porque ya es momento de resolver esta escena pero me seduce primero echar un vistazo por la mirilla. Qué divertido es, cada vez que lo hago me siento en una comedia de los años cincuenta vestida con una falda roja muy amplia, muy hollywoodense todo. Ajusto tanto el ojo que me entra vientito por la cerradura, pero aún así deduzco que no hay nadie. Ahora quiero corroborarlo, ahora sí quiero saber quién es, o quién era, por lo que voy hasta la puerta de entrada mientras pienso que justo que se han ido han logrado el cometido de que yo abra la puerta. La abro y confirmo: nadie. Sólo un volante pegado en la puerta que reza: “SI USTED QUIERE SALVAR SU ALMA, ABRANOS LAS PUERTAS DE SU CORAZON”.

lunes, 26 de marzo de 2012

La gotita


En forma sucesiva y sin ningún tipo de intervalo, sin cortar su recto rumbo cae la gota, infinita y transparente, como un haz de luz que entra por la ventana en las mañanas de otoño. Las características de este rayo abarcan lo sutil y romántico, bienestar que se alcanza cuando uno se ve de color dorado. El haz de sol es silencio, la música de la gota tiene sus particularidades. Y dado el lugar donde se origina y el lugar donde cae, se generan las variaciones tonales y rítmicas de su sonido. También depende de la atención prestada a la misma, que puede generar desde un minúsculo “oh la canilla pierde” a grandilocuentes manifestaciones de la obsesión. Esta condición mental, tan ampliamente practicada desde los orígenes de la humanidad, también tiene sus variantes, relacionadas directa e indirectamente con las ganas y/o necesidades y/u ocupaciones de quien la padece. Tal es así que, volviendo a la gota que nos concierne, puede ocurrir que ésta sea un persistente revoloteo sónico que va y vuelve en la atmósfera con pequeñas captaciones de nuestra parte. O ser un retintinear caprichoso que nos frunce el ceño y quizá hasta despierte algún insulto o comentario malicioso contra las bondades de la plomería moderna. O –porque disfrutamos lo extremo– alcanzar la gloria de un taladrar insoportable que nos lleva a abrir y cerrar la canilla y ajustarla hasta lo impensado, como si cerráramos las compuertas de una represa pequeñita, luego ir a la caja de herramientas, tomar uno de sus elementos que seguramente desconocemos para qué sirve y desarmar todo el sistema acuífero de nuestro hogar para así despertar de la escena violenta lamentando la posterior llamada al profesional del grifo. Puede existir un último manotazo de ahogado –frase común que para la situación cae redonda- y volver a revisar todos los chirimbolos pertinentes, sólo para confirmar que el único conocido es el martillo y otro parecido a un martillo, y que además todos están fabricados para personas con manos de gigante. Tanto canilla como cuerito como llave de paso, riéndose y escupiéndonos en la cara la nula habilidad para borrarles el paso del tiempo. Por eso decidimos mejor cerrar los ojos, mientras el plomero amigo viene en camino y –porque nunca es tarde- en unas vacaciones momentáneas nos imaginamos al borde de un arroyo, oyendo la música perfecta del agua correr a nuestro lado mientras olemos pasto mojado tirados en la piedra.

martes, 20 de marzo de 2012

Postales


Podría sacar de mi memoria
las fragancias salvajes del río recién despierto,
los vientos que desperezan las ramas al son del verano ardiente
Olvidar los jardines que florecen cuando la luna es amiga
Tiempos de lluvias arrancando de su letargo el cielo de plomo
Podría tanto pero no
Y desnudo mis ojos para ver lo que más puedo
Abarcar con la mirada calurosa la completa instantánea
Absoluta pintura de un sol rabioso
Es y será
La llama única de vida que retiene el instante infinito
y lo mantiene vivo
tan vivo en la oscuridad.

lunes, 12 de marzo de 2012

Una nochecita de punk rock


Creo que hoy está prendida fuego- me dijo- y salió como una loca a bailar al medio de la pista. Le seguí el paso y estábamos adolescentes sacudiendo la cabeza en un twist moderno. Me divertía marearme con los juegos de luces de todos colores y sentir que nos movíamos como en una pelota gigante. Jugar a que nos sacaban fotos con los efectos de shock de la luz blanca, mezcla extraña de boliche y pesadilla médica. Luego de un rato paramos para refrescar el cuerpo y tropezar sobre los juegos de billar que tan concentrados tenían a los hombres. Unas quejas, unos resoplidos, y nos alejamos a la calle agitando las manos como las reinas de las carrozas primaverales, tirando besos y flores imaginarias a toda la concurrencia. Definitivamente la llovizna vendrá bien por un rato.
Caminamos con los zapatos en las manos por el empedrado y cantamos en italiano; sonaba romántico aún inventando la letra que creíamos tenía que ser.  Siempre encontré propicias para el amor las canciones en otras lenguas, incluso las inventadas por uno mismo; tienen ese no sé qué hipnotizador de serpientes.
Hasta que dejó de cantar. Y me di cuenta hacia dónde íbamos. La verdad es que prefiero seguir derecho en lugar de doblar a la izquierda. Pero no hubo caso, cada vez empezó a caminar más rápido y tuve que ponerme los zapatos para poder alcanzarla. Tengo los pies muy sensibles y sería un problema pisar una cáscara de banana, ni qué decir un vidrio.
Vamos a tomar algo ya, por favor –realmente necesita un trago, sí-.
Si no saco este diablo desaforado que me persigue no voy a poder hacer nada –me contestó. Contundente. Como un bloque de cemento que cae desde un piso veinte.
Y fuimos. Es decir, la seguí. A medida que avanzaba el camino también crecían sus palabras. Yo seguía cantando para aliviar la tensión; temía un poco por lo que iba a suceder, nunca se predice un alma en pena. Así al llegar a su ventana sin ningún preludio ni público –excepto quien escribe- lo que en algún momento fue una dulce balada italiana dio lugar a la versión más descarnada y feroz del punk femenino, con lanzamiento de objetos y otras particularidades incluidas. Yo le alcanzaba lo que encontraba tirado para que sea arrojado, como una forma de solidarizarme. Hasta que el huracán se volvió viento y volvió a respirar. Se dio vuelta y me miró aliviada, las líneas negras del rimmel le dibujaban la cara a lo Picasso. Me tomó de la mano y fuimos calle abajo. Miré hacia atrás y la luz de la ventana se había encendido, una sombra nos miraba alejarnos; ahora sombra, antes hombre, antes todo y nada, ahora tanto y nada, mañana será menos. Nos fuimos por la calle haciendo pogo descalzas, mientras nos limpiábamos las lágrimas con los puños y buscábamos un bar para descansar el alma y arreglarnos el pelo.

martes, 28 de febrero de 2012

La conclusión

Cómo generar un vínculo ameno entre dos personas que apenas se conocen y visualmente no se soportan
Cómo pensar que todo puede estar mejor aunque realmente no tengamos ni un solo indicio 

Venía pensando todo esto una tarde de sol que no tenía ningún otro detalle salvo ése, el sol mismo. De hecho sólo recuerdo esa pequeña referencia, ya que venía absolutamente inmersa en mis pensamientos. Cruzar la calle y mirar para todos lados. Caminar y mirar para todos lados. Menos para atrás, a no ser que sienta una persecución de algún desconocido. El hombrecito del semáforo tintinea, precaución quieta. Hay aventureros que necesitan cruzar en amarillo. Despacio y con ritmo, tranquilo. El ritmo puede ser veloz, pero tranquilo al mismo tiempo. Me da por salticar, saltico tres o cuatro veces y vuelvo a caminar. Si hace mucho frío, la mejor técnica para entrar en calor al caminar por la calle, es salticar con ritmo, como un ballet urbano. El ballet mecánico de los autos es diferente. Son bailarines que bailan solos y siempre quieren el protagonismo. No se soportan pero deben convivir, a no ser en las carreras de autos, que sí o sí debe haber un ganador. El ganador es una manera abstracta de llamar al exitoso, o también refiere a ése que adquirió –suerte mediante- de algo muy preciado a nivel comercial. Generalmente dinero y casas. No generalmente yates ni camiones de alta potencia. Algunas veces son viajes donde el devenido turista pasea por lugares de alto nivel turístico internacional, como París, o Copacabana si estuviésemos en la década del sesenta. De todas maneras ganar un yate sin disponer de una pequeña laguna para pasearlo es un hecho complicado. Debería investigar la industria de los yates para poder ponerlo a la venta a un precio razonable y deshacerme del monstruo de metal. O tendría que irme a vivir al yate para amortizar el gasto de tenerlo en el agua. Además sería extraño vivir meciéndome todo el tiempo como si estuviera sobre gelatina. Sin embargo, me gustaría dormir sobre gelatina de frutilla. Y usar de almohada la piel de un durazno.

viernes, 17 de febrero de 2012

Un miedo

Basta de niñas con los pelos sobre la cara que aparecen por detrás de uno reflejadas en un vidrio o en un espejo.
Esa sola idea –la de descubrir un alguien a mis espaldas- no me simpatiza en lo más mínimo.
Me imagino esa sensación muy seguido últimamente. Abro la puerta del botiquín del baño y cuando la cierro instantáneamente miro por sobre mi hombro, no esperando, sino temiendo esa fracción de segundo.
Sentada leyendo de repente alzo la vista y trato de penetrar los vidrios de la puerta con mis ojos, concentrada y conteniendo la respiración.
O si paro en una vidriera, recuerdo esa impresión, alzo la vista y la bajo, y creyendo ver algo vuelvo a subirla pero no hay nada, fue mi imaginación. Si me lo pregunto, estoy en problemas. Dudar sobre si vi o no vi me pone muy sensible.
De todas maneras creo que lo que más me perturba, es el factor sorpresa. En la confianza de mi hogar una aparición semejante puede hacerme reaccionar inesperadamente. Qué haría? Debería tratar de ser amigable en vez de reaccionar a los gritos y tomar un hacha de mi ático corriendo a la nada misma mientras una canción de los Bee Gees suena a volúmenes inhumanos? Debería invitarle un café, que me cuente cómo es el más allá y si puedo darle una mano en algo, si es que quizá le quedó algo pendiente por hacer? De repente puedo hacerle un bonito peinado y por lo menos, mejorar su aspecto, así cuando le toque aparecérsele a otros por lo menos no choca con su presencia… Quisiera estar preparada para una situación semejante, siempre es mejor sembrar amigos que cosechar intrigas fantasmales.
Lo que sí he decidido es que por un tiempo, sólo me voy a dedicar a ver comedias románticas.

lunes, 6 de febrero de 2012

Asentir

Ah, sí, sí, claro, bueno, por supuesto. Asentí. Lo que hago siempre. Dije todo eso, di la vuelta y me fui refunfuñando.
Yo no le dije nada, me callé la boca, no quise discutir, pero qué tontería. Cómo preferí esta situación. Cómo llegamos a esta instancia. En qué momento, qué circunstancia, qué oportunidad. Todas eran frases hechas para no ser contestadas. El silencio es mejor consejero. No en este caso, repliqué instantáneamente, con el dedo índice en alto. Qué ganas de volver cinco minutos atrás, qué ganas de derrotar la idea instalada, de quebrar la seguridad de juguete, de romper los mitos ya avalados. Cuántas mentiras dando vueltas por ahí como si no ocuparan ni un átomo de espacio en el universo. Así luego el aire se va llenando y a veces no entendemos por qué no podemos respirar ante ciertas situaciones, ciertos lugares, ciertos momentos. Lo abstracto ocupa lugar. Y vaya qué tamaños a veces!
Así iba masticando mi impotencia cuando me di cuenta que mi falta de respuesta tenía un motivo: es que me había hablado tanto, pero tanto tanto, que de repente las palabras comenzaron a sonar, hacían ruido, incluso las vi bailar; este recuerdo me hizo sonreír. Vi las letras que salían de su boca y se movían al sonido de un cha cha cha revolucionario, letras gordas, de molde, colores claros. Aparecían expulsadas por un motor loco de aliento y ese impulso les hacía mover los bracitos de color negro y manos de Mickey Mouse tan graciosamente!
Por supuesto, cuando volví al presente de la verborragia lo primero que me salió fue asentir automáticamente a todo eso que no tenía ni idea qué era. De repente toda la escena se había convertido en un dibujo animado, y yo la miraba con ojos bien redondos añorando mi taza de leche chocolatada.
En un lapsus de ida y vuelta recuerdo haber escuchado su voz, que súbitamente se convirtió en un remolino gigante y dorado donde las letras se zambullían para luego salir por el otro extremo, agitando alegremente su cuerpo aún mareado por el sacudón. Qué divertido era!!! Mi sonrisa comenzó a nacer feliz de brillar, hasta que un silencio cortó la catarata vocal e inmediatamente reaccioné: Ah, sí, sí, claro, bueno, por supuesto. Después de todo, qué me importaba lo que hubiese dicho, si todo ese monólogo frenético fue la mejor película animada que vi en vivo!