miércoles, 30 de mayo de 2012

Alcanzando qué


En un gran cartel la promesa: “Las grandes obras de la pintura universal ahora al alcance de todos”.
Inevitablemente pienso en la frase “al alcance de todos” y es instantánea la imagen de hordas y hordas de personas estirando los bracitos bien arriba, tratando de conseguir lo que le dicen que ahora está justamente ahí, tan cerquita. Esa inmediatez se incrementa muchísimo con el agregado de la palabra “ahora”, por lo que intrínsecamente uno lo quiere ya, ahorita mismo, no mañana ni la semana que viene, que al ritmo que vamos faltan siglos. Entonces las hordas y hordas todavía estiran más y más los bracitos, con los deditos largos bien largos. Y todos se miran entre sí y sonríen ansiosos aunque estén amontonados y apretujados; situación similar a la que ocurre en la entrada o salida del subterráneo a hora de tumultos, pero que carece ésta de las sonrisas en las caras o de los gestos de cuando uno la está pasando realmente muy bien.
En la práctica este cuadro sería realmente imposible,  ya que una vez ubicadas las personas en postura de obtener, cómo llegar al próximo paso, al hecho concreto de la unión mano-fascículo? Tendrían que misteriosamente aparecer éstos desde algún lugar, quizás el espacio infinito. Podría desatarse una lluvia de ejemplares que caería sobre las cabezas de los solicitantes, como si otras hordas de seres humanos las arrojaran desde un zepelín gigante. O que una mano descomunal  –sin cuerpo, sólo una mano- apareciera flotando y entregara a esas otras manos, sedientas de lo que les corresponde, las benditas revistas.
Lo que queda claro es que éstas tienen que ser sí o sí las mismas para cada uno, ya que en casos de muchedumbre la diversidad puede traer aparejada caprichos de calibres varios, o empujones porque uno quiere el número tres y por qué usted tiene ése y a mí me dieron éste que tiene dos páginas menos, entre otra clase de pretensiones innecesarias pero que complicarían la posterior evacuación en términos pacíficos.
Una vez obtenido lo prometido, lo que sigue son los rostros felices, al fin disfrutando eso que antes no estaba disponible pero que ahora sí, y de una manera tan simpática, tan novedosa! Y luego, todos volverían satisfechos, hasta se dirían adiós agitando las revistitas con la mano mientras la Mona Lisa les sonríe a cada uno y se espera con ganas otro llamado de la voz que regala.

Las ganas de trabajar


Ustedes saben que por más que no tenga nada para decir, por algo estoy ocupando este lugar, así que ya saben lo que tienen que hacer -concluyó.
Completamente antipático. Todos nos miramos; la mesa era redonda así que no había lugar para miradas escapatorias. Si la mesa hubiera sido rectangular y larga, quizás mirar de reojo podría tener más efecto, pero para el caso era lo mismo. Más que mirar, había que pensar. Pensar, trabajar y definir. Verbos muy intensos y que no deberían juntarse hasta después del almuerzo, momento del día en el que ya no tenemos otra opción que pensar, trabajar y definir.
Hilando fino sobre esta cuestión, no sería del todo alocado pautar horas determinadas del día para hacer dichas tareas con mayor efectividad. A saber, cuando uno recién despierta es el momento de la lucidez total, las mejores ideas sobrevienen por la mañana, cuando uno está fresco y el mentol del dentífrico todavía no enjuagó la inspiración. Por una cuestión lógica, el segundo tramo del día debería ocuparse con la acción del trabajo, donde uno expone todas las posibilidades y expone su cuerpo –para abarcar todos los oficios y profesiones posibles- a la realización de la tarea encomendada por uno mismo o, en la mayoría de los casos, por terceros, muchas veces en forma de tirano de siete cabezas y cuerpo de monstruo/belcebú/cerdo capitalista. De manera inevitable se llega entonces a la tercera fase, coincidente con la fase final del día que es también coincidente con el cansancio y las ganas y/o necesidad del ocio, a esto se aplica el verbo definir. Definir lo expuesto para darle curso y llegar a los resultados, que es adonde hay que llegar si uno quiere ser alguien en la vida o en el peor de los casos, algo, o en el inútil de los casos, lo que sea.
Volviendo a las intimidades jefes-subalternos, sería una invención muy productiva un adminículo receptor de frases inútiles que pueda captarlas y silenciarlas para evitar ya sea el debate inútil ya la dispersión de las demás personas hacia temas incongruentes o de difícil puesta en práctica.
De todas maneras, hay que admitir que los sectores empresariales no son muy duchos a la hora de crear y desarrollar estrategias para mantener a sus trabajadores contentos. Por qué no implementar un día de ocio para cada empleado cada diez días hábiles; el empleado puede elegir el día que se le antoje y sentir que tiene la libertad de hacer lo que se le da la regalada gana cuando en realidad tendría que estar trabajando, lo que le infundiría una mayor satisfacción tener que asistir a su labor los restantes nueve días. Vivir con desenfreno una jornada laboral que no es tal, tener un día rebelde donde cualquier cosa que hagamos tiene regocijo doble porque sabemos que nuestros congéneres están marcando su día a través de un reloj y nosotros estamos afuera de la jaula bailando el vals del relajado. Por supuesto siempre –siempre- con el deseo constante de incrementar la productividad y hacer crecer la siempre bien ponderada industria del trabajo. Otra buena frase para el receptor de oraciones inútiles.


viernes, 4 de mayo de 2012

The artist


Entonces agarró y me dijo pero estás loca. Pero y en dónde se ha visto hombre. Una cosa es el crochet y muy otra a dos agujas. Una cosa es un jaguar y otra distinta un guepardo. Habrase visto, esta manía de confundir todo, de no percibir el detalle. Pero qué obscenidad. Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa.
Fue tan determinante su declaración que debo confesar que me intimidó. No sólo lo que me decía, sino su porte, su mirada, a medida que me hablaba le crecían las pupilas y los ojos se le llenaban de líneas rojas, muy delgaditas; lo que no estaba delgadita era la vena sobre su sien. Ah no, esa sí que parecía una salchicha alemana. Llegué a la conclusión que si le mentía sobre mi daltonismo incipiente, la vergüenza por su reacción desmedida más la cólera que todavía lo embargaba harían la combinación perfecta para un cuadro clínico, y tampoco estaba en mis planes pasarme la tarde en una guardia de hospital con un déspota extremista. Sentaría de maravillas decir para la ocasión “con ése que no conoce los grises”.
Yo me cuestioné por qué –siendo generalmente de pocas palabras- tuve la excéntrica necesidad de conversar sobre la lluvia de colores que inundaban el lienzo, tan simpático y absolutamente incomprensible. Claro que desconocía a todo posible interlocutor y por supuesto, elegí al menos conveniente.
Su descargo me asombró, un poco por lo inesperado y otro poco por lo ridículo. Por un lado, es imposible imaginarse a este hombre copia bonaerense de ogro tejiendo las mañanitas junto a la ventana esperando que la Providencia le acerque las fuentes fundamentales de la creación plástica. Además –y en esto quiero la absoluta sinceridad del lector- que levanten la mano todas aquellas personas que pueden distinguir un jaguar de un guepardo. Se me ocurrió que una cosa es un jaguar y muy otra una ferrari pero no creí oportuno el momento para mis chistes tontos, aunque no pude evitar una sonrisa deformada, de esas que pujan por salir a toda costa, como cuando en la época de escolar inexplicablemente sobrevenían las tentaciones en medio del Himno y el discurso aburridísimo de la directora.
La gente alrededor hacía de cuenta que no pasaba nada y yo decidí hacer lo mismo. Giré un poco sobre mis talones y seguí mirando el cuadro, así el artista se llamó a silencio, siempre observándome receloso. Me alejé unos once pasos y contemplé; con un ojo en la obra y otro ojo de reojo sobre él, viré mi cabeza de forma horizontal hacia un lado y hacia el otro, me puse cabeza abajo cual péndulo humano desde el tronco hacia el piso para contemplar todas las posibles ópticas y justo cuando empezaba a ponerse de todos colores, sus mejillas y sus ojitos estallando como pomos de témpera aplastados por el pie de un burro campestre, apuré el paso, tomé un canapé de pepino y me fui a ver el río.