Ana se levanta del sillón y se va a mirar al espejo. Mira
sus rulos gitanos y su nariz importante. Se acerca a su reflejo para jugar al
cíclope con ella misma, para no pestañear por un buen rato. Sabe que así se le llenarán los ojos de agua. Necesita que le ardan los lagrimales para poder
activarlos, a veces el llanto no le sale naturalmente.
Hace varios días que Ana no duerme, porque piensa en él
ahora más que nunca, ahora que no se lo merece para nada. También piensa en la
canción de Spinetta y eso la tranquiliza un poco. Trata de cantar otra de sus
canciones y se estremece al reconocer la sabiduría de un hombre tan simple.
“Como quisiera una poesía para mí”, susurra, y eso la hace sentirse muy sola.
“Como quisiera una poesía para mí”, susurra, y eso la hace sentirse muy sola.
Cada noche descubre en su cama una acuarela borrada de
momentos, en su almohada oye la arena que le corroe la piel, entre las sábanas se
mezclan sus piernas y su melancolía. Y se levanta. Para qué insistir en conciliar
el sueño cuando no puede reconciliarse consigo misma.
“O también quisiera volverme un velociraptor, ir donde esté,
capturarlo con mis garras peligrosas y llevarlo volando hasta la cima de
cualquier montaña y que no pueda bajar y que no le quede otra que estar
conmigo”. Pero sabe que, además de
improbable, sería una declaración de guerra.
Cierra los ojos y se acaricia la mejilla como se la
acariciaba él, con los cuatro dedos flojos y de abajo hacia arriba hasta llegar
a su pelo, donde siempre se enredaban hasta despeinarla. No es lo mismo, pero
se conforma con eso.
La ventana baila y Ana se apura a cerrarla. Medita sobre la
diferencia de las veces que se utiliza la palabra cerrar. Cerrar un libro al
terminar de leerlo y sentir que la modificó en algo; cerrarse la campera para
no pasar frío mientras camina por el otoño del Parque Lezama; cerrar un frasco
de mermelada de frutilla con los dedos embadurnados y contentos; cerrar la
puerta y decirle adiós a él, hasta siempre a tanto amor difícil, chau, y que
nos vaya muy bien, ojalá.
Cuando él se fue, ella estaba despertando. Ya los dos sabían
que no querían juntos todo lo que antes querían, que estaban usando otras
máscaras, que poco a poco su amor se había diluido en un mar cada vez más seco.
Lo vio sentado contra la pared, al lado de la puerta,
despidiéndose en silencio de esa casa que tanto lo oyó reír. Luego se levantó,
se acercó a la cama y la besó en la frente. Se abrazaron y se amaron por última
vez, lo sabían, la última vez que es eso como soltar lo que no queremos que se
vaya, ese globo brillante en ese parque dulce en una tarde tibia llena de
flores.
Y lo dejó ir porque sabe que es mejor así, que se deslice hacia
otros cielos de otros parques, siempre curioso, siempre volátil; y así él
también la soltó, llevándose consigo su suavidad y su pelo de zíngara, ambos dudando
pero sin pensar más.
Ana sabe que vendrán otros a quien amar, otros que tomen su
cuerpo de mujer frágil y la vuelvan guerrera, bailarina, o nómade.
Soltar. Dejar ir para volver la mirada al presente. Despertarse
es eso, pero Ana aún no puede dormir. Abrirá los ojos muchas veces antes de
lograrlo. Será una sonámbula atenta, un búho en el monte desordenado de su cama.
Y seguirá cantando canciones hasta que el cristal de sus ojos se rinda y pueda
por fin, ella también, volar libre.
Hermoso lo que escribiste!
ResponderEliminarMuchas gracias Lirolay! Me encanta que te guste! :)
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