Sólo un deseo pidió Juana al soplar la velita.
Lo único que le importaba era ésa utopía, que el ciclo del
universo cambiara según los pronósticos pseudo apocalípticos y que se realice
la magia: que todos los allí reunidos se callaran la boca. Sí, que hagan
silencio, que hablen cuando tienen que hacerlo (entiéndase opiniones sinceras,
comentarios positivos o palabras de afecto o consideración), y que si en su
defecto esto no ocurre, que sigan callados. Que se guarden el caudal de
malicia, que se aguanten su envidia, su frustración y que en lo posible, se
atraganten con ellas.Concentró toda su energía en un soplido poderoso, de esos que derriban árboles eternos, como en los cuentos fantásticos. Juana posee, a pesar de sus veintitantos, cierta inocencia que pugna por no desvanecerse y eso le da fe: acentuando el ritual del soplo rogó el mutis general, apostando a que fuera instantáneo.
Un segundo de suspensión, la penumbra de la vela apagada, aplausos, saludos y otra vez el parloteo. No funcionó. Otro deseo perdido y por eso, aún más anhelado.
Tomó la cuchilla y la espátula, un poco decepcionada, y se dispuso a cortar el pastel. Los invitados seguían charlando, opinando sobre la vida de tal o cual, o peor, sobre la vida de la propia Juana (en su propio cumpleaños, no hay derecho, debería haber un poco de auto censura, pero no).
Mientras hundía con una siniestra suavidad la hoja filosa del cuchillo, Juana se preguntó qué pasaría si hiciera lo mismo con la campera de su prima Celeste, que desde chicas se burla de su gusto particular para vestirse.
Una sonrisa ácida se le clavó en la cara al pensar en los garabatos que le haría a la bendita campera con la puntita -sólo la puntita- del cuchillo, y ver las plumas, presas en su interior, salir desesperadas en busca de oxígeno. Luego, juntaría todas las plumitas, que son muchas, y se las pondría en la boca a su tía Felisa y a su otra tía Fabiola, ya que si por lo menos no tienen pelos en sus lenguas, tengan algo que se las suavice un poco.
Con ese cuchillito también cortaría el mantel bordado tan afanosamente por mamá Susana mientras esperaba feliz a aquél hombre que la llevó al altar, y que luego se fue a recorrer otros altares con otras mujeres; y que luego regresó y volvió a irse, unas cuantas veces, siempre en algún coche nuevo.
-
Ah sí, qué lindo quedaría el auto de papá con
toda la goma espuma de las butacas a la vista -fantaseó Juana– como si hubiese
nevado adentro, una pesadilla para la aspiradora. Y el cuero todo rasgado como
si una pantera hubiese bailado malambo sobre los asientos. El auto recién
encerado, con olor a lavanda, tu orgullo personal, víctima de un cuchillito
justiciero.
Juana terminó de servir a todos, y fue sola con su platito a
sentarse a un rincón, evitando sociabilizar. Sus amigas Laura y Lorena discutían falsos conocimientos sobre política y las teorías sobre por qué el mundo es una porquería, y tuvo el impulso de reventarles el plato de torta en la cara con la misma vehemencia con la que ellas militan en las redes sociales. Calculó la distancia y dedujo que desde ahí les llegaría un gran impacto que las desmayaría, por lo menos, pero necesitaba otro plato bien abundante para realizar una descarga simultánea.
Sin embargo, observando a su tío Armando y su tercera mujer, dobló la apuesta. Tomaría el mantel de mamá todo acuchillado y los metería a los dos, como los Hansel y Gretel del bosque del infierno, y cual deportista olímpica los revolearía lo más lejos posible, amordazados para no contaminar el aire con las comentarios castrenses de ella.
- Sí, vuelen y mátense sin testigos. Les regalo un
pasaje en un mantel con ventilación y garantía de calidad en el arribo. Adiós, en
la próxima vida si se odian sean valientes y sepárense.
Probó un bocado y el sabor dulce de las frutillas la
empalagó. Le había dicho a su amiga Daniela que ya no le gustaban las tortas
con frutas, pero ella hizo lo que quiso. Quizás, si agarrara la torta entera y
la estrellara contra la pared, y luego tomara a Daniela y a su novio sin
carácter de la nuca y los hiciera limpiar el enchastre con la lengua y la cara,
juntando no sólo preparación sino también pintura, revoque y cemento, comprendería
que no era lo que ella le había pedido.Luego agarraría la cola de burro (si hubiera) y los cuernos de alce (qué buen complemento sería para un cumpleaños) y se los encarnaría a su otra amiga Julieta en la boca, sin anestesia ni preguntas previas, para evitar nuevamente su cuento de hadas con príncipe perfecto en castillo de barrio cerrado, que a esta hora debe estar siendo agitado por hordas de ebrios escuderos y plebeyas desnudas.
Juana se dio cuenta que toda su ingenuidad había quedado pegada a la espátula, que su tolerancia se había desvanecido como la llama de la velita. Sin transición, su deseo de silencio había germinado hacia otros deseos menos santos. Toda su vida estuvo escuchando, gentil, atenta, y ahora ya no tenía más ganas. Estaba agobiada.
Se dirigió hasta la mesa, se sirvió una copa llena de vino y la bebió de un trago. Miró a su alrededor, su prima le estaba hablando pero no le importó. Tomó la cuchilla nuevamente y la sostuvo, dudosa.
Observó el brillo de la hoja metálica, la firmeza de su mango de madera, la perfección de su filo. Descubrió su reflejo en el acero. Miró el mantel, los sillones, la ropa en el perchero del recibidor, la torta inmunda.
Fue hasta la cocina, abrió la canilla y con cuidado, lavó suavemente el utensilio. Lo secó hasta sacarle brillo, y despacio lo guardó en el primer cajón.
- Mejor quedate durmiendo acá – le dijo en voz
baja acariciándolo – me estás tentando a hacer muchas travesuras.
- Pero sería muy divertido. No lastimaríamos a
nadie, sólo un poquito a algunas cosas, se lo merecen, no te parece?- incitó la
cuchilla juguetona - Sería algo nuevo para mí, siempre cortando comestibles, podría
hacer un trabajo excelente, no te vas a arrepentir, probemos!
Juana cerró con fuerza el cajón. Mejor dejar de escucharla
ahora, antes que la siga seduciendo, aunque quede gritando ahí adentro. Le
gustaba regalar a los demás nuevas experiencias, pero quizá en este caso no era
conveniente.
Volvió al comedor y se sirvió otra copa de vino. A lo mejor,
había estado exagerando un poquito.
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