Me recibió muy alegremente y me ubicó en la
mesa enseguida. Yo ya conocía su casa por haber asistido alguna vez a sus
picnics de primavera pero sentarme a su mesa me inquietó sobremanera; los
manteles lucían espeluznantes y tenía miedo de atragantarme con alguna arveja
si me detenía a mirarlos demasiado. Ella era una total anfitriona y cocinaba
muy sabroso, pero era absolutamente ignorante de esta cuestión fundamental.
Recuerdo que lo que más me había impresionado
era el tiempo que se había tomado para preparar el postre; era en una gran copa
que había heredado de una tía abuela, de hecho el postre se llamaba “Narcisa”
en honor a ella que había iniciado la tradición familiar. Eran tres perfectas
esferas de crema helada, nadando en un colchón de cerezas y salsa de chocolate,
obleas por los costados y tres cerezas más arriba coronando la obra de arte
repostera.
Yo había comido poco en parte porque el mantel
me intimidaba y en parte porque sabía que me iba a estar esperando en la heladera
esa escultural pieza dulce que parecía una barca navegando los mares hacia
paladares desconocidos.
Entonces fue a buscarlo y lo dejó frente a mí.
Me había dado la cuchara perfecta con el tamaño adecuado para cazar la porción
ideal de cada ingrediente y sublimar la sobremesa para siempre.
Qué hermoso ritual pagano, tomar la cuchara
despacio, hincarla en la bocha de helado mientras todo el resto se desploma y
con los ojos cerrados llevar el bocado hacia la boca ansiosa para menear la
cabeza de un lado a otro y no poder decir otra cosa más que la letra eme mil
veces.
Ella me escrutaba; era segura pero quería
obtener una opinión inequívoca y brutal. Yo dudé; en esos instantes me debatí
sobre el deber de la honestidad y el poder del azúcar. Le diría que me llevaría
un tiempo deducir el porqué de sus fracasos, con tres o cuatro almuerzos más y
con sus correspondientes postres de por medio.
- En mi paladar la gloria y en mis ojos el
mismísimo infierno.
Vencí la gula y traté de ser sutil diciendo
poéticamente lo que ya había pensado cuando todavía estaba tomando la sopa.
Ella me miró entrecerrando los ojos.
- Que los manteles son terroríficos.
Literalmente dan miedo. Así no hay comensal que resista.
Cruda verdad. De otra forma nunca iba a tener almuerzos o
reuniones sociales exitosas como ella pretendía. No tenía sentido de la estética
para algunas cosas muy obvias.
Extrañada, agarró la tela hasta llevarla casi
hacia sus narices, la miró bien, y se tapó la boca asustada. Era la primera vez
que los veía realmente, se levantó y empezó a caminar de un lado al otro
exclamando indignada contra sí misma. Fue un berrinche digno de filmarse, pero
yo no podía dividir mi atención entre ella y el postre, no quería bajo ningún
concepto que se derritiese, así que seguí comiendo, feliz por dentro.
Sacó de un aparador dos copitas y sirvió licor.
Se lo tomó como si fuera una medicina espantosa y con dificultad para su
orgullo, me habló.
- Jamás desearía que la gente vea esto cuando
está comiendo, es una total catástrofe.
Me pidió discreción al respecto si bien sobraba
agregar que todo el vecindario había visto lo que ya ni queremos nombrar. Le
sugerí que invente una festividad con un gran almuerzo al aire libre para los
vecinos, con una temática ecológica y absolutamente informal, donde todo se
comería con las manos y las mesas fueran de madera descubierta. Entonces podría
redimirse como la genial ama de casa que siempre quiso ser.
Cuando me fui de su casa esa tarde, deseé
oscuramente que en sus baños cuelguen toallas inexplicables o alguna otra
imperfección indeseable, para que vuelva a agasajarme únicamente a mí con el
mejor postre que comí en mi vida.
voy a compara un mantel nuevo..
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