lunes, 4 de junio de 2012

La Sra. Topa


La Sra. Topa me había invitado a almorzar porque necesitaba dirimir ciertas cuestiones domésticas que la estaban atormentando. Siempre había sido una excelente organizadora de reuniones sociales pero en los últimos tiempos había perdido un poco de concurrencia, a pesar de su carácter tan amable. Era de esas personas que embelesan con su simpatía; se vestía muy elegante aunque sea para salir de compras y usaba unos anteojos que le dejaban los ojos como dos castañas.
Me recibió muy alegremente y me ubicó en la mesa enseguida. Yo ya conocía su casa por haber asistido alguna vez a sus picnics de primavera pero sentarme a su mesa me inquietó sobremanera; los manteles lucían espeluznantes y tenía miedo de atragantarme con alguna arveja si me detenía a mirarlos demasiado. Ella era una total anfitriona y cocinaba muy sabroso, pero era absolutamente ignorante de esta cuestión fundamental.
Recuerdo que lo que más me había impresionado era el tiempo que se había tomado para preparar el postre; era en una gran copa que había heredado de una tía abuela, de hecho el postre se llamaba “Narcisa” en honor a ella que había iniciado la tradición familiar. Eran tres perfectas esferas de crema helada, nadando en un colchón de cerezas y salsa de chocolate, obleas por los costados y tres cerezas más arriba coronando la obra de arte repostera.
Yo había comido poco en parte porque el mantel me intimidaba y en parte porque sabía que me iba a estar esperando en la heladera esa escultural pieza dulce que parecía una barca navegando los mares hacia paladares desconocidos.
Entonces fue a buscarlo y lo dejó frente a mí. Me había dado la cuchara perfecta con el tamaño adecuado para cazar la porción ideal de cada ingrediente y sublimar la sobremesa para siempre.
Qué hermoso ritual pagano, tomar la cuchara despacio, hincarla en la bocha de helado mientras todo el resto se desploma y con los ojos cerrados llevar el bocado hacia la boca ansiosa para menear la cabeza de un lado a otro y no poder decir otra cosa más que la letra eme mil veces.
Ella me escrutaba; era segura pero quería obtener una opinión inequívoca y brutal. Yo dudé; en esos instantes me debatí sobre el deber de la honestidad y el poder del azúcar. Le diría que me llevaría un tiempo deducir el porqué de sus fracasos, con tres o cuatro almuerzos más y con sus correspondientes postres de por medio.
- En mi paladar la gloria y en mis ojos el mismísimo infierno.
Vencí la gula y traté de ser sutil diciendo poéticamente lo que ya había pensado cuando todavía estaba tomando la sopa. Ella me miró entrecerrando los ojos.
- Que los manteles son terroríficos. Literalmente dan miedo. Así no hay comensal que resista.
Cruda verdad.  De otra forma nunca iba a tener almuerzos o reuniones sociales exitosas como ella pretendía. No tenía sentido de la estética para algunas cosas muy obvias.
Extrañada, agarró la tela hasta llevarla casi hacia sus narices, la miró bien, y se tapó la boca asustada. Era la primera vez que los veía realmente, se levantó y empezó a caminar de un lado al otro exclamando indignada contra sí misma. Fue un berrinche digno de filmarse, pero yo no podía dividir mi atención entre ella y el postre, no quería bajo ningún concepto que se derritiese, así que seguí comiendo, feliz por dentro.
Sacó de un aparador dos copitas y sirvió licor. Se lo tomó como si fuera una medicina espantosa y con dificultad para su orgullo, me habló.
- Jamás desearía que la gente vea esto cuando está comiendo, es una total catástrofe.
Me pidió discreción al respecto si bien sobraba agregar que todo el vecindario había visto lo que ya ni queremos nombrar. Le sugerí que invente una festividad con un gran almuerzo al aire libre para los vecinos, con una temática ecológica y absolutamente informal, donde todo se comería con las manos y las mesas fueran de madera descubierta. Entonces podría redimirse como la genial ama de casa que siempre quiso ser.
Cuando me fui de su casa esa tarde, deseé oscuramente que en sus baños cuelguen toallas inexplicables o alguna otra imperfección indeseable, para que vuelva a agasajarme únicamente a mí con el mejor postre que comí en mi vida.

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