Recuerdo que te vestiste de violeta, te pusiste un panamá
que no combinaba para nada y me dijiste vamos.
Me agarraste de la mano para levantarme, y aprovechaste el
empujón para abrazarme fuerte. Vos siempre abrazaste fuerte. Por lo menos a las
personas que te importaban. Yo me daba cuenta porque cuando envolvías a otros
con tus brazos de canguro pacifista cerrabas los ojos, querías atravesar con el
cuerpo al otro para sentir la plena unión fraterna, su energía. Yo siempre
pienso en esa primera vez que te vi; eras como un gurú cubierto de plumas y
flores, salido de una comedia sesentosa. Pero siempre fuiste serio, intenso, comprometido
hasta con los pasos que dabas.
Esa tarde estabas asqueado de todo, cansado de sentirte como
en un muelle sin agua y sin horizonte. Tenías ganas de darle un sopetón bien
violento al timón de tu vida y dejaste todo así, a medio hacer, o sin hacer, o
casi terminado. Nada te convencía, nada te provocaba. Esta vez ni siquiera
tenías ganas de avistar ovnis en la Costanera Norte, si bien te insistí porque
siempre fue divertido y nos despejaba de lo que pasaba en este planeta.
- Cualquiera puede ser consejero, consultor, concejal,
conserje, cónsul, contador, consolador, conquistador. Yo no soy nada. Es todo
tan aburrido. Sólo sería conquistador, pero de qué? Ya pasó de moda, y a pesar
de eso seguro sería odiado. No ves que ni siquiera las conjeturas tienen
sentido? Me desarmo y soy agua. Me derrito pero soy piedra. Sangre de mi sangre
que se esparce y desaparece. No podría soportarlo, vivir bajo el repudio de la
gran humanidad, vestida de sedas y fibras sintéticas antirrobo. Señalado,
apuntado por el gran dedo del tedio humano. Reprendido, castigado por hordas de
impunes elegantes que me golpearían con sus cargadas billeteras de cuero.
Acuchillado por cartones crediticios, sepultado bajo grandes masas de facturas
impagas, olvidado y reducido a fantasmita plebeyo, a lumpen poético, a ex
empleado desagradecido.
Me encantaban tus monólogos tragicómicos. Y vos frente al
espejo, el halo de la verdad que te rodeaba, eras una voz cierta. Pero a veces
te sentías nada. Y eras tanto.
Salimos y tomamos el 29 hasta el final del recorrido, y
luego nos subimos a otro, y viajamos por horas. No dijiste ni una palabra. Al
llegar la noche nos bajamos en Pacífico y fuimos a una pizzería.
- Una cebolla es. Un tenedor es. Una servilleta es. Punto.
Cada cual a lo que le fue dado. Pero uno también es, y no hay punto. No
alcanza. La frase siempre queda con puntos suspensivos. La necia necesidad de
la respuesta.
Dijiste eso y los dos terminamos de comer en silencio. Yo no
pude contestarte, a mí también me pasaba lo mismo a veces. Buscar el punto.
Buscar la palabra que termine la oración, que defina un concepto. Para qué,
nunca lo supimos.
- Pero como dijo mi sabia abuela, mañana será otro día – me dijiste
sacándote el aceite de las manos con una servilleta de papel – y lo único que
nos queda es el amor. Así. Porto frases hechas en la cabeza como quien lleva de
todo en la cartera. Recaeré nuevamente en los placeres mundanos, golpearé la
puerta de aquel adonis que quiera marcar mi piel para hacerme sentir otra vez sosegado,
sociable, sostenido, soberbio, sordo, soberano, socio de esta burda existencia
de guillotina.
Me estrechaste fuerte otra vez y me miraste. Al otro día
nada cambió; vos volviste a tu odiado trabajo y a tu adorada lucha por la
libertad, a querer ser por sobre todo. Pero cuando años más tarde hablamos de
esa noche, me dijiste que se te habían vencido las ideas, que había algo de vos
que ya no creía. El terrorista amoroso que llevabas dentro había languidecido. Yo
lloré. Te discutí, te odié un momento y luego traté de comprenderte, aunque no
pude hacerlo del todo. Eras mi altarcito pagano, mi brújula mareada, el poeta
liberto.
Recuerdo que reíste de mi romanticismo cursi, y me abrazaste
como siempre pero ahora como un hombre que era otro, y luego me invitaste a la
Costanera a ver los aviones.