Luego de deambular horas por el
pueblo entro agotada al primer lugar que encuentro.
Me alimenta una sensación
agridulce. Es gris la noche, grises las paredes del hotel y muy
verdes todas las plantas que brotan del piso.
Hay muchas habitaciones. Pequeñas
puertas y diminutas ventanas. Es como un gran edificio a cielo
abierto con balcones de un lado y otro y en el medio y para arriba.
Mi habitación es tan estrecha
que apenas entra mi valija entre las dos camitas y la puerta. No sé
cuál elegir. Sobre
una de ellas se recorta una ventanita con una cortina casi
transparente.
Todo
el que pase podría ver para adentro. Yo misma lo hice cuando fui del
vestíbulo de entrada por los pasillos, unos treinta o cuarenta
metros. Sin pensarlo miré a todas de reojo.
Dejo
la valija y salgo a buscar el baño. Hay seis pisos para arriba y
ropa tendida de las barandillas. Siento movimiento pero no veo a
nadie. Hace calor y el ambiente está pringoso, con olor a barro y
colonia.
El
baño es una gran habitación en el medio del patio corredor, entre
los dos pasillos principales. Tiene una ducha, un inodoro y un
espejito redondo sobre el lavatorio.
Me
limpio la cara de polvo y sudor. Hoy vi tantas otras caras caminando
enloquecidas, llevando cajas y bultos y chocándose en las calles
angostas. Personas bajo un sol abrasador, cargadas como burros a un
lado y otro del puente más largo que pisé en mi vida. Y al final
del día, sentados en grupos la cerveza corre como agua y las bromas
para olvidar todo y los cigarrillos más baratos. Alrededor todo
bulle, en constante movimiento: carretillas, camiones, autos, puestos
de todo tipo, vender vender vender.
Vuelvo
al patio con un cigarrillo y me siento bajo mi ventana.
Hay
tanta vegetación que el lugar me desconcierta. Es como si hubiese
sido construido sobre un monte o una selva y las plantas explotaran
del suelo entre los mosaicos. Los pasillos están divididos por
paredes naturales abundantes y altísimas.
A unos
metros de distancia, una puerta se abre. Una pareja fuma y retoza
adentro.
Apago
el cigarrillo y me voy a la cama en la penumbra. Contemplo las líneas
que la luz dibuja a través de la cortina y recuerdo la botella que
compré esa tarde en el mercado. Le doy un buen trago y celebro su
gracia reconfortante.
Afuera,
puertas que abren y cierran, murmullos, pasos. Silencio. Más
huéspedes. De dónde llega gente a cualquier hora? Por qué están
fuera de su casa ahora, en la noche cerrada?
Yo sé
que estoy volviendo pero, y los demás?
En
alguna habitación, alguien llora. Son burbujas de sonido ahogadas
que atraviesan las paredes. Un quejido débil, envolvente, femenino.
El murmullo gutural e invasivo del hombre esconde la fragilidad del
reclamo. Es un momento de discusión. Quizás unos amantes que se
reencuentran furtivamente y discuten, quién sabe.
Se
despierta en mí una curiosidad morbosa. Hay algo sensual en ese
juego sonoro que me mantiene atenta. Mi apetito procaz los imagina
pelear y luego gemir como locos en una reconciliación explosiva. Que
despierten a todos los pasajeros y que no les importe nada. Que tenga
que venir el conserje y que no se atreva a golpearles la puerta,
ruborizado del sexo furioso y salvaje que están teniendo estos dos.
Mientras,
hay llanto y discusión y luego silencio otra vez.
Es
inútil que intente concentrarme en dormir, por ejemplo. Mis oídos y
mi atención están afilados.
Salgo al patio a fumar. Noto que el llanto viene de un piso
más arriba y es ahí donde puedo atisbar la silueta de dos personas
en una ventana al fondo.
Están
cara a cara pero no puedo escucharlos, se mueven por la habitación y
vuelven a gesticular casi pegados. Esa cercanía tan íntima aunque
sea para gritarse u odiarse significa que hay carne, o que hubo de
todo también de lo bueno. No son dos desconocidos que viajan por
negocios. Mueven los brazos, las manos. Un forcejeo y sucede. Las
siluetas se pegan y se desdibujan. Se transforman en una sola que
cambia de formas en sacudones impetuosos.
Yo
fumo despacio. No puedo dejar de mirar. La masa sensual es ahora una
medusa gigante de brazos que se tocan frenéticamente, arrinconados
contra la pared.
Sus
respiraciones son ínfimas, lejanas, sólo yo puedo oírlos acá
afuera. La noche está calurosa y entre las plantas me siento en la
selva, todo verde y animal y espeso.
Prendo
otro cigarrillo mientras apago el anterior. Estoy ansiosa, algo
borracha. Quiero verlos. Sí, claro. Quiero dejar de imaginar lo que
está sucediendo y espiarlos sin que se den cuenta. Un espectáculo
único y privado para mí. Verlos a través de la cortina sacudirse
uno dentro del otro como bestias ciegas. Es demasiado. Tengo que
hacerlo.
Subiría
por una de las escaleras con discreción. Buscaría el mejor ángulo
para ver, quizás la ventana, o la mirilla. En todo caso, debería
apurarme antes que todo termine.
Me
levanto y voy hasta el pasillo de los amantes. Ahora los escucho
mejor; sus respiraciones bruscas se acercan al vacío. Me detengo muy
cerca de la ventana. Sé que podrían verme pero esa sospecha me
agita aún más.
La
espalda que puede ser de hombre o de búfalo se sacude sobre la mujer
poseída y entregada. Tiene los ojos semi abiertos y su cara muestra
un placer extraño. El hombre tiene sólo su pantalón, abierto en la
zona más importante. Su brazo gigante la toma bien fuerte y ya no
puedo verla. El búfalo se agita cada vez más rápido. Resoplan,
gruñen, la mujer lo estruja contra sí y luego el final en caída
libre, la guerra terminó.
Enciendo
un cigarrillo y me siento otra vez entre las palmeras. La noche está
hermosa para emborracharse.
Bea Nettles, 1976