Pensé
en salir a buscar a X luego de esperarlo muchas horas acurrucada en
el sillón. Quería hacerle daño, quería que sufra de alguna
manera, que sea él y no yo esta vez. Un tipo de naturaleza
desvariada, un cínico de la vida, errante en su soledad.
Sus
palabras melancólicas me envolvieron siempre. Es que yo logro ver su
interior más profundo y reconocer su incredulidad para luego
abrazarlo a pesar de nosotros mismos, a pesar del abandono que viene
después.
Él
es mi trampa, lo sé. No puedo resistir su necesidad de acapararme,
de saberme la presa de sus monólogos sobre la existencia y el vacío.
Queremos -quiero- subsistirnos a través de la carne para perpetuar
aunque sea algo de nuestra -su- vida insignificante.
Y
yo no puedo decirle nada, porque tiene razón en esa oscuridad que lo
vuelve tan primigenio que es fuego y piedra al mismo tiempo y luego
es aire que desaparece y sólo me deja el frío en la piel.
Me
enreda en su verborragia desolada para desnudarnos y contenernos y yo
trato así de darle una esperanza. El mundo gira y tanto pensamiento
es polvo segundo tras segundo y la nada sobreviene con todo su peso
sobre mí.
Finalmente
me fui a mi casa. Ana estaba sentada a la mesa con media botella de
vino barato y los ojos clavados en el almanaque que cuelga de la
pared.
Me
senté a su lado y fumamos juntas. Ella también se sentía desolada.
Espera cosas, espera vida y soluciones, y nada llega. Así que
prefiere emborracharse un poco y hacer crucigramas.
- Se
levantó de la cama, se puso un jogging y un buzo y encima un
sobretodo. Me dijo “tengo que irme” y me dejó
sola en la cama, un minuto después de coger. Agarró un libro de
Nietzche y se fue a la mierda.
Ana
prendió un cigarrillo con la colilla y resopló. Me sirvió un vaso
de vino.
- Salud
por los que quieren ser mejores y no pueden – se rió irónica y
vació el vaso.
Yo
miré el almanaque. Era una gran flor de color fucsia que se abría
en primavera y el nombre de “Farmacia Burela” rellenaba los
pétalos.
Darse
al otro, ese fantasma reconocido y visto mil veces. Las ideas le
traspasan el cuerpo, no hay contención posible y no hay permanencia
de nada. No hay amor, ni odio. Es como un gris sin vida.
Me
serví otro vaso y le di un gran sorbo. Ana se trabó en una palabra
de ocho letras, cerró la revista con fuerza y la estampó contra la
pared. Ella podía orientar todas sus frustraciones en un pedazo de
papel barato. En cambio, yo estaba atrapada.
Luego
abrió la ventana y el sonido de la noche llenó la habitación de
vida.
- Salís
al mundo todos los días pero nadie tiene cara! - se dio vuelta y me
clavó la mirada -. Y el único que permite, por lo menos, que
puedas mirarlo y tocarlo no sabe sentir nada cercano al amor porque
sólo piensa en la fatalidad de la existencia, y usa joggins y
sobretodo! - hizo un gesto de asco expresionista-. Ese amor que
buscas, que buscamos, en realidad no sabemos si existe o no. Es
imagen, fantasía, estupidez. Hoy no lo sabemos. Mientras, hay que
arremangarse y escupir en la cara del que nos descuida.
Escupir,
pensé. Es una acción tan pequeña pero tan representativa. Eso le
haría, la próxima vez que lo viera. Y no lo abrazaría, ni tampoco
me importaría salvarlo aunque se esté hundiendo, como siempre. La
próxima vez sería diferente: ya ni sería la última.
- Salgamos.
Vamos a ver las estrellas, las luces, los semáforos. Afuera hay un
mundo enorme, vacío y hermoso para entretenerse.
Las
calles vibraban. Nos tomamos de la mano y salimos. Corrimos calle
abajo y no miramos atrás. Ya no hay más excusas.
Bea Nettles